Muchos de nosotros conocemos Pedro Páramo o, cuando menos, es un título que nos es familiar. Sea porque lo leímos en la escuela o porque de continuo lo encontramos enlistado entre las obras capitales de la literatura mexicana (esos clásicos que, como decía Mark Twain, muchos alaban pero pocos leen), la novela de Rulfo tiene una gran estima en la conciencia nacional.
Los elogios, por supuesto, no son gratuitos, y cabe incluso la posibilidad de que ni siquiera sean suficientes. En el panteón de nuestra literatura, el poeta nacional por antonomasia es Octavio Paz, quien hizo todo lo necesario –literaria, cultural y políticamente– para ganarse ese puesto, y poco después de él figuran algunos otros como Carlos Fuentes, Alfonso Reyes, José Emilio Pacheco o Carlos Monsiváis, quizá Sor Juana Inés de la Cruz (aunque por razones muy distintas), pero pocos más que ellos. Rulfo, en este catálogo, figura un tanto arrinconado, a la sombra, como si pagara el precio de no haber publicado más que un par de libros, de no haber figurado en la televisión nacional ni haber querido convertirse en el intelectual público a quien se podía acudir en busca de respuesta y clarificación.
La figura de Rulfo es engañosamente humilde, apocada. Acostumbrados como estamos a la monumentalidad y el barroquismo, resulta difícil convencernos de que un escritor con apenas dos títulos archiconocidos (El llano en llamas, 1953; Pedro Páramo, 1955) y uno que tiene aroma a póstumo a pesar de haber sido publicado en vida (El gallo de oro, 1980), sea también un gran escritor.
Con todo, lo es. En un artículo publicado hace algunos años en la revista La Tempestad, el escritor tijuanense Heriberto Yépez sostuvo que Pedro Páramo era el mejor poema de la literatura mexicana, por encima de Piedra de sol o de Muerte sin fin, y esto sin que, a primera vista, Pedro Páramo sea poesía.
La afirmación de Yépez puede considerarse hiperbólica, un atrevimiento retórico tan propio de su actitud ante la literatura y su forma de expresarla, pero contiene un germen de verdad o de juicio literario válido. Pedro Páramo puede considerarse un poema (con cierta lasitud en el uso del término), porque Rulfo despliega ahí un manejo estético del lenguaje portentoso, autónomo como obra de arte. Es posible tomar cualquier fragmento al azar y, al azar mismo, encontrarse con una perla literaria cuidadosamente labrada, una conjunción de palabras elegidas con conocimiento cabal de su capacidad expresiva y, por último, con un poder admirable de evocación para el lector (en especial el mexicano, aunque no exclusivamente).
En breve, eso basta para hacer de Pedro Páramo una gran obra de la literatura mexicana, para ponerla al lado (o por encima) de El laberinto de la soledad o de La región más transparente, sin embargo, no ocurre así, y peor aún, en torno a su hechura corre una leyenda engañosa e incluso un tanto malintencionada (una que, por otro lado, nadie se atrevería a lanzar a propósito de una obra de Paz o de Fuentes).
Quien haya leído artículos, notas o libros sobre Pedro Páramo quizá se haya encontrado con la historia de que Juan Rulfo recibió ayuda para ordenar los parágrafos de su novela. Los autores de tan samaritano gesto varían según la versión del rumor, pero casi siempre se reducen a tres personajes: Alí Chumacero, Antonio Alatorre y Juan José Arreola, quienes tienen en común haber trabajado en el Fondo de Cultura Económica más o menos en la misma época en que Rulfo escribió Pedro Páramo y entregó el manuscrito a esta editorial del Estado mexicano para su publicación. Arreola y Alatorre eran además paisanos de Rulfo, y Arreola pasaba por ser uno de sus amigos más cercanos, circunstancias que afianzan su papel supuestamente decisivo en la confección de la novela de Rulfo.
Grosso modo, la historia asegura que alguien (Chumacero y Arreola; Chumacero, Arreola y Alatorre en distintos tiempos; o Arreola solamente) ayudó a Rulfo a ordenar las distintas secciones de Pedro Páramo. Como sabemos, la de Rulfo no es una novela narrativamente "convencional", es decir, no es una en donde los sucesos se desarrollen linealmente ni en el tiempo ni en el espacio ficticio de la narración. La línea de tiempo, por señalar el rasgo más evidente, va del presente de la novela al pasado y por momentos los planos temporales incluso se superponen; y con éstos, los personajes y las líneas narrativas: aquellos que corresponderían al "presente" conviven con los del pasado y las historias de cada uno se cruzan, en una mezcla inquietante y, sin embargo, adscrita a su propia lógica temporal y narrativa. Como han insistido tantos críticos, ese, en buena medida, es uno de los rasgos geniales de Pedro Páramo.
Esta genialidad, sin embargo, se ve disminuida por ese rumor sostenido durante casi 60 años: todavía en agosto de 2015, El Universal publicó en su suplemento cultural Confabulario una entrevista en la que Emmanuel Carballo insiste en la participación determinante de Arreola y Chumacero en la versión final de Pedro Páramo.
Y no es que recibir ayuda sea demeritorio por sí mismo, pero, como alguna vez señaló José Emilio Pacheco al respecto de esta misma historia, por principio de cuentas, en México nunca ha existido esa figura del editor como se entiende en la tradición libresca anglosajona, el editor que poda, modifica, embellece, tachonea, añade, resta, editores como Maxwell Perkins o Gordon Lish, sin cuya intervención no conoceríamos las obras de Francis Scott Fitzgerald o Raymond Carver tal y como ahora las leemos. En segundo lugar, porque aceptar que Rulfo recibió ese tipo de ayuda es contribuir a que su obra continúe en las márgenes de nuestra tradición literaria y no en el eje mismo, que es adonde pertenece.
A la fecha, el principal investigador que ha aportado testimonios que desmienten la participación de los tres personajes mencionados en el "ordenamiento" de Pedro Páramo es Víctor Jiménez, quien en un libro de reciente publicación, Pedro Páramo en 1954 (UNAM-Fundación Juan Rulfo-Editorial RM) reconstruye la historia no tanto del rumor como del esquema narrativo que el propio Rulfo ideó para el desarrollo de su novela.
En dicho libro, Jiménez se sirve de tres tipos de "evidencia" para probar que el carácter fragmentario de Pedro Páramo estuvo más o menos desde el origen en la cabeza de Rulfo. En primer lugar, los informes que Rulfo rindió al Centro Mexicano de Escritores sobre su actividad como becario, en donde al referirse a la novela que escribió con el apoyo recibido por esta institución, habla de una narración en "fragmentos" y cuyo orden no es "evolutivo" ni "determinado".
Estas aportaciones pueden tomarse como sólo sugerentes, y no conclusivas, pero para fortalecer su caso, el investigador suma las publicaciones que Rulfo realizó de extractos de Pedro Páramo antes de la publicación canónica de su novela (antes, incluso, de que esta tuviera su forma final). A decir de Jiménez, es un tanto increíble, y no en el mejor sentido del adjetivo, que numerosos críticos, académicos o periodistas hayan pasado por alto el hecho de que Rulfo publicó en tres ocasiones "adelantos" de Pedro Páramo que al parecer nadie se tomó la molestia de buscar, los tres en 1954: en el número 1 de Las Letras Patrias (enero-marzo), en el número 10 del volumen VII de Universidad de México (junio) y, finalmente, en el número 6 de Dintel (septiembre).
Rulfo entregó a las tres revistas partes distintas de una especie de proto-Pedro Páramo, es decir, una versión anterior a la novela que ahora conocemos. En el extracto de Las Letras Patrias, por ejemplo, la emblemática Comala lleva por nombre Tuxcacuexco, con lo cual el inicio de la novela, que también muchos sabemos de memoria, dice así:
Fui a Tuxcacuexco porque me dijeron que allá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo.
En la revista Universidad de México, por otro lado, el episodio publicado se presenta como parte de la novela Los murmullos, uno de los varios títulos que Rulfo pensó para su novela (antes, para Las Letras Patrias, dio el de Una Estrella junto a la luna). Se trata del fragmento en que Eduviges recuerda, en presencia de Juan Preciado, a Susana San Juan y a Pedro Páramo; estos dos personajes aparecen ya con esos nombres, al igual que Comala.
En cuanto a la publicación de Dintel, el nombre de la novela de la que se presenta un avance se maneja, indistintamente, como Los murmullos y como Comala, y de esta se da a conocer el monólogo de Pedro Páramo que comienza con "Hace ya tiempo que te fuiste, Susana" y que, más allá de esta particularidad, contiene un par de frases que evocan claramente otros fragmentos de la novela, entonces no conocidos y, en la versión final, distantes entre sí pero coherentes con su propia lógica narrativa.
Por último, Jiménez añade tres secciones del "mecanuscrito" que Rulfo entregó al Centro Mexicano de Escritores como parte de los informes antes señalados, los cuales requerían de justificantes de actividad relacionada con la beca recibida. Los facsímiles reproducidos corresponden a los extractos dados a la publicación por Rulfo durante 1954 en las revistas mencionadas. De esta forma, redondea la presentación de su caso y, con ello, desmonta la leyenda tejida en torno a la confección de Pedro Páramo.
Basta leer tanto el manuscrito presentado como los fragmentos de la novela antes de su publicación final para darse cuenta de que Rulfo tenía una idea hecha del armazón narrativo que daría a Pedro Páramo. Su habitual reserva (que llega hasta nuestros días, a casi 100 años de que nació y más de 30 de su fallecimiento), nos niega también la idea de Rulfo como un gran conocedor de la literatura, de las técnicas narrativas, de las vanguardias artísticas y de los experimentos literarios que se realizaban en otras latitudes de su propio tiempo. Esa misma reserva nos ha heredado un Rulfo criado en la lejanía de la provincia mexicana, formado con nada más que historias que escuchó de boca de sus familiares, sus amigos o sus tutores, que si acaso leyó libros religiosos y de adoctrinamiento, que caminó y habló con sus coetáneos, pero poco más que eso. ¿Cómo podría alguien así elaborar una obra maestra que funde las cadencias del español del Siglo de Oro con los lances narrativos de Faulkner o de Joyce? ¿Cómo podría un escritor provinciano, tímido, callado, confeccionar por sí mismo una obra admirada por lectores disímiles pero igualmente voraces e inteligentes como Jorge Luis Borges o Susan Sontag? ¿Cómo pudo alguien que rehuyó tanto a las mieles públicas del intelectual célebre escribir una de las mejores obras narrativas de la literatura mexicana?
En este sentido, la investigación de Jiménez es sin duda la más sólida que se ha hecho para desmentir, quizá de una vez por todas, la leyenda en torno a Pedro Páramo, y devolver así a Rulfo el lugar que se ganó, con su genio irrebatible, en nuestra tradición literaria.
Adenda
Hay una historia que Víctor Jiménez sí reconstruye en su investigación: la historia de la insistencia de Juan José Arreola. Vale la pena consultar el relato completo porque, además de que Arreola adquiere aquí una dimensión "humana, demasiado humana" de la que usualmente carece cuando se le recuerda, se recrea una escena que a luz de la evidencia aportada resulta risible cuando no ridícula: aquella en la que Arreola visita a Rulfo en su departamento de Río Nazas, en la colonia Cuauhtémoc de la Ciudad de México y, después de darle ánimos para que finalmente entregue el manuscrito de Pedro Páramo para su publicación, salva una parte de éste (Rulfo, supuestamente, había ya quemado varios folios), distribuye las cuartillas restantes sobre una mesa como si se tratara de una baraja y, en un acto de prestidigitación, da a los párrafos de Rulfo el orden con que ahora leemos su libro. Sin duda una conjunción del azar que haría ruborizar a Mallarmé. Además de los testimonios hemerográficos y bibliográficos reunidos, Jiménez ofrece una prueba final, contundente, de la nula participación de Arreola en la confección de Pedro Páramo.
Recomendamos ampliamente la lectura de Pedro Páramo en 1954, editado por la UNAM, la Fundación Juan Rulfo y la Editorial RM en 2014.