Mi casa es tu casa. Esa es una de las frases más naturales de los mexicanos. Pero, cuando se trata de viajeros que portan una curiosidad notable por México, el significado de este enunciado va más allá. La invitación a nuestro hogar se vuelve una metáfora, y los muros que nos circundan se rompen para dar una afectuosa bienvenida al que no conoce este país. Esto le sucedió a Kati Horna, quien perseguida por sus creencias y las de su esposo, tuvo que salir de Europa y refugiarse en nuestra tierra.
Kati Horna llegó a México en 1939, acompañado de su esposo José. Como muchos europeos que huyeron de su tierra, los Horna salieron exiliados de Barcelona y París, por compartir afines ideológicos con los Republicanos. México se volvió su segunda patria y, durante lo que sería su nueva vida en esta tierra, Kati se realizó principalmente en la fotografía.
Sus trabajos fotográficos involucraban la vida cotidiana y la captura de objetos abandonados. El retratar piezas carcomidas por el tiempo, era una necesidad de atrapar su fugacidad. El efecto de imagen desgastada que lograba, producía a su vez, una sensación onírica en su trabajo. . .había conseguido detener lo efímero. Por otro lado, le encantaba capturar objetos inanimados tras su lente, un comportamiento “típicamente surrealista” entre los practicantes de la vanguardia de los sueños.
Porque fotografiar artefactos cotidianos era una manera de desatarlos de la razón y la realidad en la que se encontraban sometidos. Aunque, en el caso de Kati Horna este estilo se volvió muy natural. La razón reside, quizá, en que en México el surrealismo se respira en nuestras calles. Los objetos cotidianos no sólo son recipientes, son un algo en constante relación con el imaginario colectivo.
Pronto, el trabajo y creatividad singular de Kati Horna comenzó a circular en diferentes revistas mexicanas, como Nosotros (1944-1946), Mujeres (1958-1968), México This Month (1958 y 1965), entre otras. La mezcla de influencias en sus fotografías –pues el surrealismo no era su única herramienta, también lo era así el expresionismo–, comenzó a dar frutos en el contexto mexicano y su diversidad cultural, inmortalizando escenarios épicos de la indómita tierra mexicana. Ejemplo de ello son aquellas imágenes donde el uso de sombras juega un papel fundamental.
El contraste en la luz y oscuridad resultó idóneo cuando le llegó la oportunidad de retratar La Castañeda, famoso manicomio mexicano por sus contra oscuros en la historia de la medicina en nuestro país.
La locura y la oscuridad en sus fotos evidenció la fascinación de Horna hacia los temas tenebrosos. Un caso de esto puede verse en la fascinación que tenía por los vampiros y la creatividad que poseía para situarlos en nuestras calles a partir de una serie fotográfica llamada: Historias de un vampiro. Sucedió en Coyoacán. (1962) Aquí, la fotógrafa plasma su ingenio y humor en una serie de capturas en el estudio de una amiga suya. La mezcla del blanco y negro en esta imagen transmite una esencia bella sobre las almas oscuras, y a la vez nostálgico:
La visión que nos compartió Kati Horna a través del lente de su cámara es invaluable. Le dio vida a objetos olvidados, le otorgó rostros a la locura y al mito. Pero, sobre todo, se volvió una mexicana que aceptó todas las (ir)realidades de nuestros país. Cuando Kati Horna llegó a México, no hubo necesidad que le dijeran mi casa es tu casa. Ella, desde un principio, lo supo.