Diego Rivera y Albert Einstein intercambiaron correspondencia una vez. Ambos dedicaron esas breves letras a elogiarse y profesarse profunda admiración. Las dos cartas que conforman esta pequeña colección fueron descubiertas en 2007 y desde entonces, la pequeña anécdota nos encanta cada vez que vuelve a ser contada.
La historia comienza un poco antes, en 1933, cuando Rivera inició el afamado mural que hizo para los Rockefeller y que, después, por haber retratado en él a Lenin, tuvo que destruir. Con el dinero que consiguió del trabajo, realizó una serie de paneles portátiles en donde se dejó llevar sin cuestionamientos por sus impulsos políticos. Volvió a pintar un rostro de Lenin, esta vez en gran formato. En otro panel, plasmó su representación crítica titulada "La barbarie Nazi". Decidió aquí pintar a Einstein, pues el científico judío compartía vocación política con Rivera y habló duramente en contra del racismo; no sólo del que lo desterró a Estados Unidos: también se pronunció en contra de la discriminación del complejo país americano. Parece que haber sido referido, llevó al prominente científico a buscar al pintor. Escribió Einstein:
No sería capaz de nombrar a otro artista contemporáneo cuyo trabajo haya sido capaz de ejercer un poderoso efecto similar en mí.
Aunque, como dice Guadalupe Rivera (la hija de Diego), se sabía de lo mucho que su padre estimaba a Einstein, hasta hace relativamente poco nos enteramos de que alguna vez tuvieron el fugaz contacto epistolar. Las cartas parecen probar que ambos compartían visiones similares del mundo y la extraña y preciosa conexión que esto implica. Esto nos entusiasma profundamente.
“Quiero decirle lo mucho que me conmovió su carta. El aliento recibido es muy grande y magnífico por lo poco que he hecho con mi pintura. Por lo que es usted, con su gran energía humana, junto con su ciencia que ha cambiado por la expansión hacia el espacio y la luz, ayudando a elevar el pensamiento humano a un nivel superior.”
Así respondió Rivera.
Nos atrae y sorprende profundamente que los dos icónicos hombres (con todo lo bueno o malo que se pueda decir de ambos) se aproximaran así el uno al otro. Estos llamados "genios", miembros del panteón sagrado contemporáneo, generaron una mínima intimidad y la fetichizamos fervientemente. Hacemos lo mismo con otros objetos de Diego: su correspondencia con la querida y odiada Frida; los zapatos que aún parecen estarlo esperando en su casa de San Ángel; su colección de figuras prehispánicas; sus dos libritos de Einstein, y hasta sus cuadros.
Como si se cumpliera una profecía que siempre habíamos esperado, adoramos ver las vidas de nuestros ídolos entrelazándose. ¿Será porque nos construimos a través de esos mitos? Así como Diego respondió emocionado la carta del fantástico científico, nos emocionamos cuando nuestros héroes se comunican, generan una conexión identitaria y refuerzan nuestra construcción de un pasado; refrescando el cuento sobre una época y los discursos que lo sostienen.
En realidad estas cartas prueban muy poco; en realidad es, una intimidad de la que no somos parte, que no es nuestra, pero a la que nos fascina acceder. La importancia que le damos al suceso demuestra que aún nos creamos grandes mitos; que admiramos fervientemente figuras humanas, caprichosas, emotivas, que, francamente, no están en ningún lugar, pero que constituyen lo que reconocemos como historia, como verdad, incluso, como presente.