Nadie dudaría llamarlo una ficción. La idea de que México tuvo una política de legalización de drogas progresista en los años 40, describe un paisaje apto solo para los crédulos; para aquellos que, a pesar de la violencia que se vive hoy, pueden imaginar que México pudo haber sido otro. Y, sin embargo, así fue. Durante un breve periodo, un doctor –olvidado convenientemente por la historia– puso en marcha una estrategia que hubiera cambiado el futuro del país. Este es el relato de Leopoldo Salazar Viniegra –y de la realidad que ese México entrañó.
El 17 de febrero de 1940 (día en el que, por cierto, nació Vicente Fernández) se publicó en el Diario Oficial de la Federación el Reglamento Federal de Toxicomanías, promulgado por el presidente Lázaro Cárdenas durante su último año de mandato. Este, en breve, estaba en contra del enfoque punitivista que consideraba "el consumo, posesión y venta de drogas como un delito". Así, las personas adictas dejaron de ser vistas como criminales y empezaron a ser tratadas como pacientes. Se inauguraron unos dispensarios donde se administraban –no gratuitamente– sustancias a los toxicómanos bajo la supervisión de personal médico. En México la droga dejó de ser ilegal bajo esta nueva política, profundamente tocada por las ideas del Dr. Leopoldo Salazar.
El gurú de las drogas
Este doctor de humor sarcástico, que se rehusaba a usar corbata, era en el peor de los casos un personaje peculiar; hoy es difícil no pensar en él como un revolucionario y no solo dentro de su campo. En el salón de clases era estricto y querido, defensor –no sin resistencias– de la libertad de cátedra: sus alumnos se autocalificaban. Según colegas suyos, entre los pacientes del manicomio La Castañeda –donde trabajó por más de 20 años– Leopoldo se desenvolvía con cariño y familiaridad, procurando tratos compasivos que desafiaban los estereotipos sobre la locura que aún nos acompañan. Incluso como diletante de la filosofía su carácter reclamaba libertad; en un texto señaló a la abolición de la propiedad privada como única medida para terminar con la profunda desigualdad, derivada de la acumulación de riqueza. Tan bien hubiera conversado el Dr. Salazar con Marianne Bertrand o Tomas Piketty.
Pero regresando al punto, este gurú de las drogas encarna quizá de la forma más fidedigna cómo se hace mejor ciencia cuando las investigaciones están libres de prejuicios o cuando por lo menos son capaz de reconocer que están presentes. Durante 1938, cocinando delicadamente el reglamento de toxicomanías, el Dr. Leopoldo inició una cruzada para desmitificar las drogas, particularmente la marihuana. En aquel entonces, esta planta tenía un aura abominable patrocinada en buena medida por Estados Unidos y un personaje que, por desgracia, marca el fin de esta historia. (Espérenlo).
"La locura es una forma de pensamiento y el loco un estilo de vida. Entiéndalo quien pueda"
En su texto "El Mito de la Marihuana", Salazar escribió: "frente a nuestro real y formidable problema de alcoholismo, la cuestión de la marihuana no merece la importancia de problema social ni humano (…) La instrucción, la cultura, la orientación de nuestro pueblo, permitirá que el calumniado y hermoso arbusto no sea en lo futuro más que lo que debe ser: una rica fuente de abastecimiento de fibras textiles". Con ese mismo toque de humor se burló de diferentes apreciaciones médicas que, además de ser inexactas, tenían un mal manejo de datos y se apoyaban demasiado en rumores. Por ejemplo, el señor Yawger que, sin tener ningún tipo de credenciales, se basaba nada menos que “en la experiencia del poeta Charles Baudelaire con el hachís para hacer afirmaciones categóricas".
El doctor explicó, respaldado por sus investigaciones y años de experiencia con personas adictas, que "independientemente de la clase, la educación o la edad, la marihuana no hace más que secar los labios, enrojecer los ojos y producir sensación de hambre".
Para Leopoldo la legalización de las drogas sin duda tenía que ver con desciminalizar a las personas, pero también con atender la violencia sistemática derivada de la ilegalidad. No dudó, pues, en hablarle a la persona responsable. Ese mismo año escribió una carta pública para una traficante de drogas destacada de la época, Dolores Estévez Zuleta, conocida como "Lola la Chata". Se puede leer la nota en la imagen siguiente.
A dos meses de la aprobación del Reglamento Federal de Toxicomanías, se calcula que cerca de mil personas adictas acudían a los dispensarios diariamente. Estas clínicas ofrecían sustancias puras y accesibles. La morfina que administraban, por ejemplo, costaba alrededor de 3 pesos, un precio formidable considerando que en la calle la misma droga rebajada costaba hasta 50 pesos o 500 si era de la buena. Bajo esta nueva dinámica se estimó que los traficantes de la Ciudad de México estaban perdiendo 8 mil pesos diarios.
Los usuarios de estos espacios, además, parecían estar contentos. Así lo podemos ver en el testimonio de un adicto conocido como Rompepechos: "Solo queremos que digan la verdad, que nos dosifiquen de acuerdo a nuestro estado físico para que podamos reintegrarnos a la sociedad y regresar a nuestros trabajos. Ahora están haciendo esto. Dile a tus lectores que estamos agradecidos con el Departamento de Salud, muy agradecidos".
Todo parecía indicar que el nuevo reglamento era un éxito. Cambió, por un breve periodo de tiempo, incluso la cobertura en los medios. Una nota del El Universal abiertamente criticó la estrategia anterior de toxicomanías y aplaudió la nueva: "Realmente el toxicómano no es un delincuente, como no lo es el alcohólico. Atraerlo, en vez de perseguirlo; registrarlo y someterlo a un tratamiento médico y psicológico". Pero en geografías no muy lejanas corría una historia paralela que pronto desembocaría en México.
El Zar Antidrogas (y el fin de la legalización)
Pocas cosas tan magníficas como el jazz. Es una de las expresiones humanas de resistencia que revive la esperanza. Uno de sus representantes más destacados es, sin duda alguna, Billie Holiday –con ese sello indeleble de intensidad sutil–. La muerte de esta artista fue tan dolorosa como su vida. Mientras estaba en la cama del hospital, sufriendo de un agresivo cáncer, fue arrestada por agentes de la Oficina Federal de Narcóticos. Habían encontrado heroína en su habitación y eso fue suficiente para atentar con la dignidad de su persona, porque no solo la esposaron a su cama. La interrogaron sin que su abogado estuviera presente, pusieron un guardia en la puerta y se llevaron las flores y cartas que le habían enviado fans y amigos. También, le quitaron su tocadiscos. Poco después de ese incidente, Billie Holiday murió el 17 de julio de 1959.
Esta anécdota es un justo retrato del carácter de Harry J. Anslinger, el Comisionado de la Oficina Federal de Narcóticos (FBN, por sus siglas en inglés) de Estados Unidos –que se opuso rotundamente al Reglamento de Toxicomanías del Dr. Salazar.
En pocos años, este funcionario pasó de ser empleado en el servicio consular estadounidense a Comisionado de la FBN. Ahí mantuvo su puesto durante las presidencias de Hoover, Roosevelt, Truman, Eisenhower y Kennedy. Su trabajo seducía a los políticos, era un estratega hecho (pero no derecho); dígase un personaje eficiente de prácticas cuestionables. A pesar de contar con la mitad del presupuesto y personal, el FBN tuvo un récord de arresto similar al de la Oficina Federal de Investigación (FBI, por sus siglas en inglés), mientras estuvo en operación. Anslinger creía, sin espacio para negociaciones, que la conexión entre la droga y el crimen era axiomática e hizo todo lo que estuvo en sus manos para probarlo. Al grado de distorsionar la realidad, impregnándola de sus improntas racistas y machistas.
De entre todas las drogas, Anslinger tenía una infatuación particular con la marihuana. Decía, parafraseando, cosas como que causaba suicidios y hacía que mujeres blancas quisieran tener relaciones con hombres negros. En fin, que esta sustancia disolvía las barreras morales, incitaba comportamientos libertinos y despertaba tendencias homicidas. Todas sus pruebas, tal como las que se dedicó a criticar el Dr. Salazar, estaban ancladas en prejuicios. El depósito de su furia recaía en personas racializadas y migrantes. No es de sorprender, pues, que tuvieran una enemistad cantada con Leonardo. En una ocasión, de hecho, un amigo de Aslinger, John Buckley, dijo que el científico mexicano retrataba "la efusión de un negro educado".
Ya desde 1938, Anslinger buscaba sabotear metódicamente las ideas del Dr. Salazar. Pero con la aprobación del Reglamento de Toxicomanías cambiaron las cosas. El Tío Sam estaba lejos de estar contento, porque la nueva política mexicana reconocía que el problema real del país no era la toxicomanía, tanto como el tráfico de drogas hacia Estados Unidos. Se trataba de un dilema compartido que el vecino del norte no estaba dispuesto a aceptar, y estaba en manos del Comisionado de la FBN hacer algo al respecto.
A casi 6 meses de su entrada en vigor, el Reglamento de Toxicomanías se suspendió el 6 de junio de 1940, habilitando el anterior de enfoque punitivista e inefectividad probada. Los medios mexicanos cubrieron el hecho con la versión oficialista, dejando fuera parte significativa de la verdad. Sin duda, la Segunda Guerra Mundial había dificultado el acceso a medicamentos que se concentraban en laboratorios europeos, pero mucho más tuvo que ver con las presiones diplomáticas y comerciales que Estados Unidos ejerció contra México.
No podría asegurarse, pero mucho parece tener que ver esta fracción de la historia con la realidad, casi putrefacta, en la que está sumergida México.
Se rumora que durante ese periodo turbulento que prometía paz, el Dr. Salazar recibió amenazas e, incluso, sufrió un atentado contra su vida. Pero por un momento, lamentablemente efímero, Leopoldo manifestó un mejor país para la mayoría de las personas. No se trata de romantizar sus ideas ni su historia, sino solo tenerlas presentes y renarrar el pasado para, tal vez, encontrar otras hipótesis que reinventen nuestros puntos de anclaje.
Sobre Leopoldo Salazar Viniegra
Leopoldo Salazar Viniegra, hijo de Leopoldo Salazar Salinas y Aurora Viniegra de Salazar, nació en Durango en 1897. Cursó sus estudios universitarios en la UNAM y los concluyó en la Facultad de Medicina de San Carlos en Madrid (hoy Universidad Complutense). También estuvo en la Facultad de Medicina en París, donde se especializó en psiquiatría.
Ya de vuelta en México, trabajó unos años en el manicomio La Castañeda, que para muchos era el infierno en la tierra. En esa época, se enfocó en los pabellones de Neurosífilis, Tranquilos y Alienados, y destacó de forma particular su labor en el Hospital Federal de Toxicómanos. Después de la suspensión del Reglamento de Toxicomanías de los años 40 –y del rápido olvido de este insólito momento en la historia de México– se dedicó, entre otras cosas, a investigar la idea del libre desarrollo de la personalidad junto a otros colegas.
Al final de su vida, vivió en el chalet número uno, adjunto al Manicomio de La Castañeda. Salazar Viniegra murió el 23 de septiembre de 1957 a los 58 años.
Fuentes:
- Archivo Salazar
- Secretaría de Cultura
- Policías, toxicómanos y traficantes: control de drogas en la ciudad de México, Nadia Andrea Olvera Hernández
- Diario Oficial de la Federación
- La alternativa mexicana al marco internacional de prohibición de drogas durante el Cardenismo, Mariana Flores Guevara
- El Hospital Federal para Toxicómanos en el manicomio La Castañeda, 1935-1948, Rosa Isabel Flores Martínez
- The year Mexico legalised drugs, History Extra