El arte nos da la oportunidad de reconocernos, de apreciar nuestro propio rostro. Además de darnos coordenadas existenciales, las verdades que lanza también nos dan la posibilidad de profundizar en las ideas que forman a nuestra sociedad.
El cine mexicano es una de esas verdades poéticas a las que podemos acercarnos para establecer un diálogo con la realidad no sólo de nuestro país, sino también con la realidad de nuestra civilización.
Estamos acostumbrados a apreciar el cine nacional como un espejo de nuestra identidad, y está bien que sea así: el arte de nuestro país se hunde en nuestras raíces, habla de nuestro espíritu, revela nuestros misterios, abre la posibilidad del reconocimiento propio para el espectador. El cine mexicano puede entenderse como un ver adentro, un explorar esas cuevas profundas de nuestra identidad, ya sea para contemplarla, como en la filmografía de Emilio Fernández, o para criticarla, como en algunos pasajes de la obra de Felipe Cazals. La noción del arte como un sitio de encuentro con uno mismo (de la que hablan pensadores contemporáneos como Gadamer) se cumple cabalmente en una sala de cine cuando el espectador mexicano se experimenta a sí mismo en un film. Así, obras como Salón México (E. Fernández, 1945), Nosotros los pobres (I. Rodríguez 1948), El reboso de Soledad (R. Gavaldón, 1952), Mecánica nacional (L. Alcoriza, 1971), y más recientemente, La ley de Herodes (L. Estrada, 1999), El infierno (L. Estrada, 2010), y Heli (A. Escalante, 2013) abren una grieta en el delicado hermetismo de nuestra gente (como bien plantea Octavio Paz en sus ensayos), para que tengamos la posibilidad de asistir al encuentro con eso que somos.
Dicho lo anterior, estamos conscientes de lo que el cine mexicano hace por nuestra cultura; sin embargo, es necesario preguntarnos qué es lo que nuestro cine puede ofrecerle a la humanidad. Es decir, ¿qué es aquello que nuestra tradición cinematográfica, de manera consciente o inconsciente, logra entrever de los problemas que aquejan a nuestra civilización? ¿qué tiene la escuela mexicana de cinematografía que contarle a nuestro mundo, este mundo contradictorio y angustiado, sobre los dilemas que nos amenazan? ¿cuál es esa verdad registrada por el cineasta que surge de nuestra industria en tanta obra de arte contemporánea?
Nuestro cine recoge las mismas intuiciones que movimientos como el romanticismo o el expresionismo alemán también experimentaron. Con el correr del tiempo, esas intuiciones se volverían certezas; tanto las escuelas artísticas de los finales del siglo XIX como las de los principios del XX lanzaron una idea sumamente inquietante y precisa: la sociedad puede ser tóxica. Esta sociedad de principios del siglo XX, creyente del progreso y la técnica como las salvaguardas de la civilización, pronto vería ante sus ojos una devastación sin precedentes; pensadores como Nietzsche, Freud y Primo Levi lo describen en sus ensayos más famosos. El cine de nuestro país tiene el acierto de lanzar su propia versión de la toxicidad de la civilización, y lo hace de una manera original, con un color auténtico matizado por el ojo de directores como Fernando de Fuentes, Arcady Boytler, Roberto Gavaldón, Emilio Fernández, y más recientemente, Arturo Ripstein y Carlos Reygadas. La poética de la angustia civilizatoria queda registrada magistralmente en algunas de las cintas más representativas de nuestra historia.
Esta intuición se fundamenta en una idea sencilla pero vigorosa: la oposición entre lo rural y lo urbano. Esta oposición calaría hondo en el imaginario histórico y filmográfico de nuestro país, y entregaría obras con un poder poético hipnotizante y vivo. En principio, esto puede ser entendido como la nostalgia hacia una edad de oro originaria. El contacto con la tierra, con la cuna cálida de donde nunca debimos salir y que se asimila a la madre primigenia lista a envolvernos en un regazo milenario en la que encontramos unidad, fue filmado de una u otra manera por todos los grandes directores, quienes presintieron el avance de lo urbano como una perversión, como una gran fuente de maldad que amenaza con tragarnos vivos para satisfacer sus pasiones y apetitos.
Desde mi punto de vista, el detonante ideológico fue el film ¡Que viva México! (1932) del legendario Sergei Eisenstein. En la primera parte del film, Eisenstein retrata su visión del mundo haciendo uso de los paisajes naturales del México de la época para crear una estética revolucionaria. El primer tramo de ¡Que viva México! alude a esa parte de la humanidad que permanece intocable, instalada en la inocencia milenaria de la tierra mítica. El montaje nos dirige de manera lenta pero decisiva a la erupción de la maldad encarnada en la conquista europea que trae consigo la contaminación de una conciencia, además de la enfermedad y la muerte. La ruptura es inevitable y profunda: el universo mítico, al entrar en contacto con la civilización invasora, cae en un cataclismo fatal del que jamás se llegaría a recuperar. El director parece apuntar a la idea de que el pasado debe tomarse en cuenta para solidificar el presente, cosa que la nueva civilización pasa por alto, arrasando por completo el único vinculo entre el nativo y su memoria, dejándolo desamparando en un mundo nuevo y hostil que no entiende ni le entiende. A partir de aquí, la risa, que había sido una constante a lo largo del film, es desterrada en nombre de los nuevos dueños del mundo. Ante esta soledad existencial sólo nos queda el refugio elemental del origen para defendernos de la catástrofe que sobreviene.
Esta misma idea es retomada por Emilio Fernández en María Candelaria (1944). La obra fue ganadora en Cannes, y es además uno de los filmes más emblemáticos de nuestro imaginario cinematográfico. María Candelaria es una mujer que pertenece a los pueblos que poblaron el antiguo Xochimilco, y esta marcada por un pasado que la persigue. En este contexto, es repudiada por los habitantes del lugar, quienes la acosan; además, gracias a su belleza, es sujeto de los deseos lascivos de don Damián, el cacique local, interpretado por el legendario Miguel Inclán. María sólo tiene dos cosas: el amor de Lorenzo Rafael y su parcela para cultivar flores enclavada en el fondo del laberinto de canales. La historia es narrada por un pintor, quien quiso reflejar la belleza y la tragedia de María Candelaria sin conseguirlo del todo.
En una escena en particular, María Candelaria lanza lo que podría considerarse un manifiesto de las intenciones poéticas de Fernández y que resume la idea que rastreamos en este texto. En la escena en cuestión, Lorenzo Rafael insta a María Candelaria a mudarse a la ciudad ya que los acosos del pueblo y el odio de don Damián han llegado a niveles críticos; es una diosa de belleza maldita e inocente, insoportable para sus rivales. María Candelaria le responde a su amado, su respuesta la enraíza a la tierra, la fija en un punto de la existencia, un punto casi mítico en el que debe germinar y persistir en ella misma a pesar de las vicisitudes que la rodean. Además, la posibilidad de la huida a la cuidad es considerada una imposibilidad ya que entiende lo urbano como un sitio donde la felicidad y la vida misma se vuelven insostenibles:
María Candelaria: "Aquí nacimos los dos, aquí hemos vivido siempre, esta es nuestra tierra, mira que negra, y que suave, cómo queres [sic] que nos vayamos."
Lorenzo Rafael: "Los del pueblo no te queren [sic], ni a mí don Damián."
María Candelaria: "No, no me queren, pero con los fuereños es pior [sic]."
En estas líneas presentimos el rumor del aliento de Eisenstein, mientras la mirada siempre virtuosa de Gabriel Figueroa (el fotógrafo del film) lanza la idea a niveles de maestría. Al mismo tiempo, subyace en estas palabras la imagen de lo urbano como la tierra baldía en donde nada florece, como el sitio impensable en donde el espíritu se seca; si bien el origen está instalado en lo problemático, lo urbano es una especie de Hades donde la existencia es irrealizable.
Esta visión se vuelve más clara en otros filmes del mismo director como La perla (1945) o Paloma herida (1964). En estos la corrupción de lo urbano o civilizado y su penetración en lo rural u originario produce un mundo sórdido, triste, enfermo, fragmentado y sometido que se acerca aún más al espíritu de ¡Que viva México! y que, a mi juicio, incluso logra superar artísticamente a su predecesor, mientras pronuncia con una voz muy particular los avatares del siglo de una manera sutil y verdadera.
En contraposición, al arrancar la segunda mitad del siglo XX, el cine americano, por ejemplo, fundamentaba su industria en dos tipos de filmes emblemáticos: los western y el cine negro. En estos géneros se detectan ideas que funcionan con otro espíritu. En los westerns, el afán civilizador y la llegada de sus representantes significa la aparición de la ley y el orden; la ausencia de esto desemboca en un estado de guerra de todos contra todos donde prevalece la ley de la selva. Mientras que la civilización es fuente de orden y progreso, lo originario es visto como lo salvaje, lo atrasado, lo indigno de ser tomado en cuenta, lo que debe ser borrado sin remedio y que simboliza un peligro para la humanidad; filmes como Centauros del desierto (J. Ford, 1956) y La venganza del muerto (C. Eastwood 1973) son una muestra de estas ideas. Por el otro lado, el cine negro, que irrumpe con fuerza en la segunda mitad del sigo XX, también plantea en general un mundo oscuro en donde las pasiones y la maldad sólo pueden ser controladas y desenmascaradas por el concurso de la técnica y de la razón, atributos que a menudo sirven como arma del personaje honesto y valiente que está dispuesto a enfrentarse a la aparición del horror; Gangsters en fuga (J. H. Lewis, 1955) y El extraño (O. Welles, 1946) describen este concepto perfectamente.
El progreso a toda costa no era sólo una idea, la potencia económica y militar de Estados Unidos había logrado elevar el nivel de vida de sus habitantes significativamente, y su idea de sociedad se sustentaba en estos dos grandes pilares; por lo tanto, los genios cinematográficos de la época no podían sustraerse del ambiente cultural en el que creaban. Sin embargo, estas ideas tienen su raíz en la modernidad y no en lo que los expertos llaman lo contemporáneo. Es posible que nuestro cine tenga un toque más actual que el cine clásico americano, ya que al entender la civilización como algo tóxico se tratan ideas decididamente vigentes que la historia se encargaría de validar.
El cine mexicano continuaría su camino por los terrenos de la crítica a lo urbano; por ejemplo, en los setentas aparece la cinta Rapiña (1975) de Carlos Enrique Taboada, en los ochentas, El mil usos (1981) de Roberto Rivera, y en los noventa, Profundo carmesí (1996) de Arturo Ripstein. Estos filmes lograrían demostrar qué tan profundamente habitaba esta noción en nuestra consciencia nacional. En esta época, el país experimentó una migración de proporciones gigantescas: las comunidades buscaban una integración a los grandes núcleos citadinos a como diera lugar. Los directores vieron esto con recelo, de tal manera que en Rapiña asistimos a una gran meditación que actualiza las relaciones de lo rural con lo urbano, y en donde los protagonistas son afectados hasta la enfermedad cuando el progreso los alcanza, convirtiéndolos en seres viles y deformes espiritualmente, sin un sustento moral que los pueda proteger de la aparición de aquella perversidad que viene de fuera. En este caso, el progreso se impacta literalmente en lo profundo del bosque, depravando a quienes son tocados por la gran maldad que aparece de pronto y acabando irremediablemente con las reservas de inocencia y bondad que solían poseer los habitantes del lugar. El espectro del progreso provoca una convulsión que borra para siempre los rastros de lo original; esto convierte a los directores en herederos de la visión del mundo que se venía trabajando desde los años treintas y se presiente así una continuidad temática.
El recorrido es al revés en El mil usos: un habitante de un pequeño pueblo es tragado inmisericordemente por el gran pez de la ciudad, y no es capaz de establecer ninguna defensa ante la andanada de mezquindad a la que es sometido. En Profundo carmesí aparecen dos estafadores citadinos con un encanto muy particular que deciden abordar las agrestes regiones del norte de México con el fin de engañar a sus víctimas.
Siguiendo esta línea de pensamiento, estamos ante un cine que habita en lo profundo de la conciencia, que no teme imbricarse con una poesía visual que denuncia los males de nuestro tiempo desde una perspectiva particular. Si el cine de otras latitudes nos invita a refugiarnos en el orden y el progreso para poder continuar con la existencia y hacerle frente a la aparición del horror, el cine mexicano sugiere una intuición mucho más fina que busca enfrentar y lanzar el reto de la resistencia ante la tormenta negra que representa la aparición de elementos falsamente civilizatorios.
Nuestro cine le da voz a todo aquel que resiste y duda de los supuestos avances de una sociedad que ha fracasado terriblemente tratando de imponer valores que parecían infalibles. La aparición de los fascismos, de las dictaduras militares latinoamericanas, de las guerras mundiales, del tremendo daño ecológico que hemos perpetrado a nosotros mismos, y de la ruindad e inseguridad de las ciudades en las que vivimos parecen darle la razón a la escuela mexicana de cine, que se erige como una conciencia universal activa y combativa, a la que podemos acudir para cuestionar a quienes pretendan convertirse en dueños del mundo. Al final de cuentas, tenemos al arte para sobrevivir a la noche de los tiempos.