De entre la pictórica mexicana de la primera mitad del siglo pasado, la del El Corcito es poco conocida. Este pintor y escenógrafo fue amigo de personajes como Frida Kahlo, Juan O’Gorman, Gabriel Fernández Ledesma y Miguel Covarrubias.
Aunque siempre fue parte de ese círculo, y poseedor de un estilo distinto, no figuró tanto como algunos de sus contemporáneos. Aún hoy, y a pesar de la curiosa mexicanidad que imprimía en sus pinturas, estas no figuran en el imaginario colectivo tanto como merecerían.
Hacedor de un humor inusual, la obra pictórica de Antonio M. Ruiz, conocido como El Corcito (su apodo de niño), nos muestra escenas cotidianas de la ciudad de México, sobretodo a inicios del siglo pasado. En estas décadas, como nunca antes, había llegado al país la globalización manifiesta, especialmente con la publicidad.
El Corcito documenta escenas chuscas que denotan la enorme diversidad social en México; los contrastes de los protagonistas de sus pinturas, como una pareja indígena que observa un anuncio de güeros jugando en la playa. Estas disimilitudes, además, cobran mayor fuerza con unos colores cuasi tornasoles que acentúan los bordes de las ropas que hacen sombras.
Otro de sus atributos estéticos son las formas de los rostros y cuerpos de sus personajes, que siempre tienden a lo circular; tienen todos algo de regordetes, como en una ternura incitada, un algo de gracioso.
Aunque El Corcito tuvo varias estadías en Estados Unidos, con una carrera también prolífica como escenógrafo, su gran contribución fue una aguzada visión para retomar la cotidianidad mexicana, que en sí misma mostraba una disparidad socioeconómica enorme, injustificable, pero siempre dotada de un toque de humor. Algo que sin duda no consiguieron otros pintores que utilizaban una estética más seria.
El Corcito elaboraba tan meticulosamente sus pinturas que tres o cuatro de ellas le tomaban cerca de un año. Así, su carrera en la pintura fue siempre muy íntima y quizá reflexiva, de ahí sus escenas incisivas y graciosas: una mezcla improbable.