Chavela Vargas: mujer, paloma negra, hilo de plata que vibra entre las penas de José Alfredo. Su voz es la bala perdida que siempre da en el blanco, su voz es la voz que puebla todos los mundos raros posibles, su voz es la música misma que se ha puesto a llorar de amor.
Chavela canta, y cuando canta acude José Alfredo a acompañarla en un dueto de relámpagos y lluvias de sangre; es la dama de la falda de serpientes, la mujer de los ojos frágiles, la del rostro firme como el silencio, la de la boca que no concede nada pero que lo dice todo. No se sabe si eligió la música para hablar, o si la música la eligió a ella para hablarnos nosotros. Chavela Vargas es la sacerdotisa que oficia misas de alcohol y de presagios de muerte o desamor, es la mujer/enigma que desde su garganta ofrece un sacrificio ritual a las penas de la vida diaria. Sus canciones matan pero resucitan, hieren pero curan, golpean con una fuerza desmedida y acarician el alma de los tristes.
Chavela entraña una dualidad mística que nos descoloca siempre y al mismo tiempo pone a cada quien en su lugar. Cuando canta el mundo entra en pausa, los soles y las lunas que habitan nuestro interior se enfrentan y esperan lo que Chavela les ha de revelar. Su presencia es un centro de referencia, una vez que canta el universo parece a girar en torno a ella, las tormentas y la calma se mezclan en un huracán de música, los elementos vitales encuentran en esa voz su reflejo más claro. En ella se confunde la noche y el día, es la mujer que convocó a las sombras pero que amó la luz. En sus interpretaciones, la luz y la tiniebla se encuentran y se tocan, se suceden y se entrecruzan e inevitablemente se confunden.
La famosa interpretación de Paloma Negra es la clara muestra de esta tensión. La canción empieza con una larga lágrima contenida. Chavela nos canta al oído, nos cuenta su pena, y al mismo tiempo la acaricia, la medita, se refugia bajo su propia sombra, se contiene. Luego, intempestivamente, un relámpago mueve las aguas y de su voz surge un lago de fuego que incendia el instante, un golpe de música agita violentamente la vida y Chavela no puede más que dejarse ir. Entonces aparece el dolor envuelto en llamas, un dolor en carne viva que extrañamente se parece al nuestro y juntos asistimos al desbordamiento de un río que nos arrastra en una corriente de luces trágicas y sombras de llanto fresco. Paloma negra en voz de Chavela Vargas es el canto del eclipse, es la región del misterio donde la aurora y la tiniebla se enredan en una canción.
Chavela Vargas es también el sueño de una deidad, es la mujer que en una mano tiene el sol y en la otra la manta oscura de la penumbra y cuando las une surge el aplauso de Shiva que a un tiempo ilumina y ciega al mundo en un solo movimiento mágico y preciso. Más afortunada que los alquimistas Chavela sacó luz de entre las sombras, más poderosa que las diosas comunes provoca que la luna se encienda y que el sol se oscurezca con las notas desgarradas que salen del fondo de su garganta.
Chavela es la furia y el sollozo, el veneno y antídoto, es un mar herido de amores y el canto del pájaro en la rama, es la fórmula mágica que une la tristeza con el gozo, es la heredera de la noche de José Alfredo y de sus momentos más lúcidos, es la mujer multicolor que canta lo que las demás callan, es el aplauso de Shiva inmemorial que danza sobre las penas de los hombres.
Dejar entrar a nuestra vida a una mujer como ella es hacerse amigo de la noche ebria que entre sus largas horas nos deja ver el día como si fuera un sueño; hacerse amigo de ella a través de su música nos depara una felicidad luminosa que entiende que la fatalidad está justo al cruzar la calle, escuchar su música es entender que, en efecto, Chavela Vargas es una gota de llanto en una canción.