Los apaches no suelen ser un referente fuerte en el imaginario mexicano; por lo menos, en el centro del país. Tan al norte los ubicamos, que se nos olvida que, para empezar, no son precisamente un grupo étnico uniforme y que muchos de ellos habitaron (y unos pocos continúan habitando) los estados de Sonora, Coahuila y Chihuahua.
Es menos probable aún que sepamos que la palabra apache significa "enemigo" y fue una denominación española para referirse despectivamente a los múltiples grupos que poblaban el norte de México y un buen tramo del sur de Estados Unidos. Y sí, apache es una palabra, en ese sentido, espeluznante; pero dejémonos de ultra-tolerancias, los apaches sí eran los enemigos y lo fueron a mucha honra.
Los apaches fueron grandes guerreros
Si algo identifica a los grupos que compartieron la denominación de "apache" era una destreza excepcional para las batallas. Esta no les cayó del cielo: fue consecuencia de una larga historia de persecución, abuso y robo de sus tierras. Ya de por sí, los espacios geográficos donde se asentaban hacían sus vidas sumamente complejas, pero, encima, estaban parados en zona de conquista de dos forasteros distintos: gringos y los recién llamados "mexicanos".
Sus sociedades se organizaban y administraban con un apego fundamental a la familia, de manera que los sabios padres y abuelos ocupaban el cargo de líderes y estrategas de batalla. Pescando y cazando lo que se podía, aunque en algunos momentos sí la hacían de agricultores, sus asentamientos no eran tan grandes y ostentosos como los de las culturas del centro y sur de México y entre tanta guerra estaban constantemente en movimiento. Casi se podría decir que eran fugitivos eternos. En primer lugar porque sí eran criminales buscados por las autoridades con cargos de robo, asesinato y otras corrupciones. En segundo lugar porque estaban escapando (y con toda razón) de ser apresados por los estados mexicano y americano en reservas desérticas que ofrecían no menos que pésimas condiciones de vida.
Uno de sus magníficos jefes fue Victorio
Una historia sumamente peculiar (incluso entre los apaches) es la del jefe Victorio, un verdadero héroe para la gente que lo siguió y magnífico guerrero. Poco reconocido en la historia de este país, por lo menos de él nos queda un recuerdo en la Plaza Mayor de Chihuahua, la capital: una gran estatua que lo muestra a caballo y con la mirada seria, calculadora y penetrante, como todos los retratos que de él tenemos.
Se dice que nació en la misma Chihuahua en 1825, bajo el nombre de Pedro Cedillo. Originalmente un mestizo que vivía con sus padres en una hacienda, fue raptado por apaches chiricahua cuando era apenas un niño. Pero el rapto lo transformó en el hombre que cambió su doble naturaleza por sus raíces indias y pronto se convirtió en el líder de su grupo. Luchó junto a otros grandes como Mangas Coloradas y Cochise en las guerras de Apache Pass. Sus múltiples enfrentamientos con las autoridades nacionales tenían como motivo personal, según se cuenta: encontrar un lugar tranquilo para vivir.
Se afirma que Victorio, antes Pedro, era un hombre tranquilo, serio y sobrio, que sólo tuvo a una esposa y que no bebía demasiado. Tal vez su único defecto eran los tremendos y sanguinarios arranques de cólera que le agarraban entre fugas y batallas. Sus actos sí que fueron terribles. Cuando él y sus hombres asaltaban las haciendas mataban, raptaban y violaban; en otras palabras sus actos políticos poco tenían de retóricos: Victorio y sus aliados y aliadas vivían sobreviviendo; sangrando y haciendo sangrar. Se dice que lo seguían más de 300 hombres, mujeres y niños y que las mujeres afirmaban: "¡Si Victorio muere nos lo comeremos para que ningún hombre blanco pueda ver su cadáver!".
No fue sorprendente que para 1880 fuera comandado en México al mismísimo coronel Joaquín Terrazas y a su ejército de 350 hombres armados con rifles modernos deshacerse de Victorio y su gran familia. Se dice que Terrazas era impecable en su labor de cazar apaches; además estaba acompañado de exploradores tarahumaras, brillantes para encontrar hasta el rastro más débil de los enemigos. Así dieron con Victorio, acampando en Tres Castillos. El gran jefe los vio venir y decidió luchar. En una vuelta inesperada un tarahumara le disparó en el pecho, le llamaban Mauricio Corredor. A la muerte de Victorio ya era evidente que los apaches perderían esta batalla. Dieron pelea, pero ningún hombre adulto sobrevivió.
Una anécdota curiosa afirma que unos años después de la batalla de Tres Castillos Mauricio Corredor, el tarahumara que le pegó el último balazo a Victorio, fue asesinado por soldados mexicanos, pues estos lo confundieron, en su eterno prejuicio y desconocimiento de su propia gente, con un apache.
Los apaches fueron un punto de fuga
Quien afirmó que las guerras de los apaches inspiraron el movimiento revolucionario en México, no puede estar lejos de la verdad. Los apaches no tenían escrúpulos cuando se trataba de defender su tierra. Las hazañas y la valentía de hombres como Victorio lo demuestran. Además, ambos movimientos querían desestabilizar a los estados nacionales que daban por hecho sus propias leyes como naturales. Ambos eran la respuesta a un fenómeno que decepcionó e inspiró por igual al gran Zapata: hasta las más grandes revueltas terminan y, cuando esto sucede, el mundo se reorganiza y nuevos líderes imponen sus intereses sobre los otros. Y esto, simplemente, no se puede quedar así. La lucha tiene que mantenerse viva.
Después de la Independencia de México, fueron estas culturas nómadas, las de los llamados apaches, quienes liderados por terribles hombres se transformaron en los puntos de fuga, que cuestionaban lo que ya estaba construido en los dos países que atravesaron. Y no sólo se trataba de la unidad estructural de los países, también de sus proyectos sociales de modernidad.
Como sucedería al siguiente siglo, con Zapata en el Sur, los apaches fueron incapaces de unirse al régimen colonial y después al nacional; simplemente no querían ser esclavos de los hacendados. Así, se transformaron en los bandidos, posteriormente caricaturizados en el cine gringo, que con sus ataques se encargaban de corromper la frágil paz de las naciones. Desafortunadamente, ganó la modernidad y ganó el Estado. Y fue precisamente a la muerte de Victorio, pues en ese momento las columnas apaches, terminaron por desintegrarse.
Sin embargo la estatua del gran jefe sigue erguida, como recordatorio de algo que debimos haber aprendido pero seguimos olvidando. Los apaches se movían como el agua en el desierto: se filtraban y se escurrían y no se dejaban agarrar con las manos. Se mantenían tan flexibles como el Sol se los permitiera y refrescaban a ese Estado parcial que ya se había dado por hecho a sí mismo. Cuando, finalmente, se evaporaron, quien perdió fue la tierra y se terminaron de alzar los complejos modernos, que aún tiemblan en la presencia de otros puntos de fuga.
Hoy más que nunca: hay que recordar la lección que nos dejaron
En una tierra repartida sin consentimiento de sus habitantes; en un espacio politizado como a "los hombres armados con rifles" les vino en gana, los apaches no estaban construyendo territorios: lo estaban deshaciendo. En esa división arbitraria entre México y Estados Unidos, entre tierras indias y tierras de hacendados, a los apaches poco les importaban las diferencias: burlaron autoridades gringas, mexicanas y españolas sin discriminar. Sus gritos y sangre manchaban las fronteras.
A los apaches les importó un comino quién decía ser dueño de qué territorio; al fin y al cabo (y esta es la gran lección) los políticos (los de entonces y los de ahora) se disputan el mundo como si se hubieran olvidado de que afuera de sus esferas hay gente circulando, intercambiando, viviendo, a pesar de ellos.
Sin miedo y al galope, gritando y con la lanza en alto, llegó el terror apache; y así, también, se fue.