Recuerde el alma dormida, / avive el seso e despierte / contemplando / cómo se pasa la vida, / cómo se viene la muerte / tan callando; / cuán presto se va el placer.
Coplas a mi padre muerto. Jorge Manrique, (1440-1479). Fragmento
Los panteones
En el siglo XIX, la Ciudad de México contaba con 7 cementerios de importancia. El Cementerio Nuevo, edificado en un terreno de la Tlaxpana, y donado a la colonia inglesa en 1825; el de San Diego, el de Campo Florido, abierto al público en 1846; el Panteón Francés, construido en 1863 en el Paseo de los Franceses, actual Av. Cuauhtémoc; el perteneciente al Convento de San Fernando, del mismo nombre, destinado, desde 1883, a albergar los despojos de personajes relevantes de la vida política, literaria, científica y social; el de San Antonio de la Huerta; el cementerio de los Ángeles; y el famosísimo de Santa Paula que provenía de la época colonial, y que era más bien para gente pobre. Estaba situado en la Calzada de Santa María, su amplia puerta tenía pintada a los dos lados los versos que daban comienzo de la siguiente manera:
Piedad, misericordia, Dios bondadoso,
Alivia al hombre en su terrible muerte,
Y a la entrada del mundo misterioso
Sosténgalo, Señor, tu brazo fuerte.
Mortal que entras aquí, ruega ardoroso
Por los que hallaron ya su eterna suerte;
Y a la súplica ardiente de este suelo
Siempre benigno la ha escuchado el cielo.
Las ofrendas de las tumbas
A estos panteones, y a muchos más que sería largo mencionar, pues con la misma rapidez que aparecían desaparecían, acudía la gente del pueblo para arreglar sus tumbas de sus familiares muertos, el día primero de cada mes de noviembre. Las tumbas se engalanaban con candeleros y cirios, jarrones con flores de cempoalxóchitl y coronas de flores artificiales o elaborados con chaquira, a la manera francesa. Al otro día, 2 de noviembre, se llevaban ramos y coronas de flores frescas y se procedía a limpiar las lápidas. Hecho lo cual era obligatorio asistir a las tres misas, organizadas especialmente, para este día. En seguida, las personas acudían nuevamente al panteón, llevando pulque y comida para saborearla junto a la tumba ya limpiecita y florida.
En un artículo escrito por don Victoriano Agüeros, titulado El Día de Muertos en mi pueblo, se hace mención a las ofrendas de los cementerios de la siguiente manera:
He aquí la costumbre que da un carácter particular al Día de Muertos en mi pueblo. Aquellas velas de limpia cera, aquellos panes en forma de muñecas, aquellas coronas, aquellas pastas exquisitas que durante seis días han estado expuestas en las tiendecillas de la plaza, van a depositarse sobre los sepulcros del cementerio –de tal manera que cubierto el banco de mezcla con un paño de algodón finísimo, toma el aspecto de una mesa cuidadosamente preparada, llena de los más ricos y delicados manjares. Allí se colocan tarros de almíbar, tazas de miel de panales silvestres, panecillos de maíz tierno azucarados y perfumados con canela, flores, conservas, vasos de agua bendita y cuanto de más fino puede fabricar en su casa la madre de familia: es el banquete que le dan los vivos a los muertos.
Muy similares debieron ser las ofrendas que se colocaban en los panteones de la Ciudad de México.
Los preparativos en las iglesias
Naturalmente, El Día de Muertos también se celebraba en las iglesias. El altar se enlutaba con colgaduras de paño negro; en el centro de la nave se colocaba un catafalco cubierto de tela negra, adornado con calaveras y emblemas relacionados con la muerte. Un sacerdote con estola negra se situaba en la puerta principal del templo, junto a una mesa cubierta con un paño negro. Sobre ella se colocaban un Santo Cristo, una calavera, dos cirios y un acetre, caldero pequeño empleado para contener agua bendita. Dicho sacerdote tenía la función de recibir las limosnas que los fieles daban, decir oraciones, y rogar por las almas condenadas al Purgatorio. Por la tarde, los capitalinos acostumbraban visitar las reliquias de los santos que se veneraban en la Catedral, la Colegiata, Loreto, la Enseñanza Antigua, Santa Teresa la Nueva, Balvanera, la Concepción, la Encarnación, el Tercer Orden y San Francisco.
El Paseo de los Muertos
Después de esta piadosa visita tenía lugar el Paseo de los Muertos. Antes de que el dictador Antonio López de Santa Anna (1791-1876) ordenase, en 1843, que el glorioso Mercado del Parián fuese destruido, entre este mercado y el Portal de Mercaderes, se llevaba a cabo el tradicional Paseo. En la calle que comprendía el tramo mencionado, se instalaban los puestos de juguetes especialmente elaborados para este día. En ellos, los niños podían comprar tumbitas de tejamanil pintadas de negro y adornadas con orlas blancas y candeleros de carrizo en sus cuatro extremos; pequeñas piras hechas a semejanza de los catafalcos que se colocaban en Catedral con motivo de las exequias de presidentes y arzobispos, que llevaban una estatua que representaba a la Fe, acompañada de un muertito de barro. También había puesto que vendían esqueletitos de arcilla cuyos brazos, piernas y cráneos se sujetaban al cuerpo por medio de alambres; otros juguetes eran muertitos tendidos que representaban a un fraile o a una monja con mortaja, cuando se jalaba de un cordoncito, los difuntitos adoptaban la posición sedente; junto a ellos podían verse entierritos formados por monjes trinitarios con cabeza de garbancito y ropaje de papel, unos sosteniendo una vela en la mano y otros cargando un ataúd, toda la procesión estaba colocada sobre tiras largas de tejamanil y unidas por charnelas que permitían accionarlas como acordeón. En otros puestos, la muchachada adquiría dulces cubiertos, condumios, bocadillos, palanquetas, calabaza en tacha, alfeñiques elaborados por las monjas de San Lorenzo, cráneos, esqueletos, tibias y otros huesos más hechos con azúcar vaciada; además podían comprarse panes de diversas figuras coloreados con azúcar roja o con grajeas.
La Condesa Calderón de la Barca, nombrada de soltera Francis Erskine Inglis, nos dejó un testimonio de estos puestos de Día de Muertos:
El Domingo último fue la fiesta de Todos Santos. En la tarde de este día nos paseamos bajo los portales…para ver las luminarias y los numerosos puestos cubiertos de rengleras de "calaveras de azúcar" enseñando los dientes y ofreciéndose a la tentación y gusto de la chiquillería. Suele ir la gente en esta ocasión muy bien vestida… gritaban las viejas mujeres en los puestos con perseverante y destemplada voz "¡Calaveras, niñas, calaveras!"; pero también había animales de pura azúcar de todas las especies y suficiente para formar un Arca de Noé.
Atrás de todos estos puestos que formaban parte de la verbena, se ponían hileras de sillas con el fin de que los paseantes se sentaran a descansar de sus ires y venires por la calle. En algunas ocasiones las sillas se colocaban sobre tablados, lo que permitía poder observar mejor a los paseantes, y darse gusto con la crítica y los chismitos. En el monumento que estaba al centro de la Plaza Mayor que Santa Anna había mandado erigir para conmemorar el movimiento de Independencia, se improvisaba un salón hecho con vigas y lienzos blancos; se adornaba con festones y ramos de flores, espejos, farolas de cristal y farolillos venecianos. Sobre el zócalo circular del monumento, la gente paseaba: unas siguiendo el curso de las manecillas del reloj, otras al contrario. Este movimiento encontrado, permitía el intercambio de saludos, la observación bien o mal intencionada, y el sutil coqueteo de las damitas y los catrines o lagartijos.
Cerca de las 10 de la noche, el pueblo regresaba a sus hogares para encender las velas de los altares de muertos que habíanse colocado el 1° de noviembre con comida, fruta, dulces, bebidas, tamales y panes.
Los guardianes nocturnos, conocidos popularmente con el nombre de "serenos", y los diurnos -o "padres del agua fría"- que usaban bicicletas para sus rondas, junto con los "aguadores" que repartían y vendían el agua, este particular día pedían su "tumba", "calavera" u "ofrenda". Con este fin, mandaban imprimir en hojitas de papel barato versos graciosos en los que se solicitaba tan merecida cooperación.
Esta costumbre de pedir dinero en este día, también se efectuaba en España desde muy antiguo, pues en ciertas localidades del norte y del centro, los jóvenes salían a pedir limosna, de casa en casa, para obtener dinero que entregaban al cura con el propósito de obsequiar misas a los muertos. En cada casa que se detenían rezaban una oración. Al final, cuando habían terminado con su piadosa tarea, el cura les ofrecía una sabrosa merienda. En la isla Gran Canaria, los integrantes de la Cofradía de las Animas, todavía hoy en día, salen por las calles del pueblo y se detienen en las casas para cantar y así obtener dinero para las misas dedicadas a las Animas del Purgatorio.
La Fiesta de Muertos en la Alameda
La Fiesta de Muertos no se celebraba solamente en el Zócalo, también se contaba con los arbolados terrenos de la ya muy famosa Alameda Central. Marcos Arróniz nos dejó constancia de ello:
En este bendito país todo el mundo se divierte, aún con las lágrimas y los dolores…Por eso el Día de Muertos nuestra bulliciosa sociedad se reúne bajo los frondosos árboles de la Alameda y en sus hermosas calles, para pasearse, sin que eche de menos la viuda joven el brazo del esposo, la hermana al hermano, el hijo al padre. En todas aquellas avenidas se colocan en mesas, unas tras otras, todos los emblemas y figuras de la muerte que están construidos de dulce ¡Admirable coincidencia con el día! Pues en lugar de llorar a sus deudos, los más endulzan su memoria con el paseo. No sabemos qué pensar, si este día se celebra o lamenta, conforme a nuestras costumbres, la pérdida de los parientes y amigos. En la noche todo brilla con esos globos de colores, iluminación veneciana, se pierden las pisadas de una muchedumbre entre los ecos armoniosos de la música.
La gente de recursos que podían pagarse la asistencia al teatro acudía ver la obra de José Zorrilla y del Moral (1817-1893) poeta y dramaturgo español nacido en Valladolid, y a quien se le había ocurrido escribir una obra titulada Don Juan Tenorio, que fuera estrenada en México, en el Teatro Santa Anna, en el año de 1844. La obra, perteneciente a la escuela romántica, es considerada como un drama religioso fantástico, en el cual aparece la muerte como uno de los ejes temáticos fundamentales alrededor de los cuales se teje la trama. Debido a este hecho, se consideró que era adecuado presentarla en las fechas cercanas al Día de Muertos. Así, desde 1864 hasta la fecha, se le ha venido representando todos los años, con algunos altibajos durante la época revolucionaria. Antonio García Cubas en sus indispensables crónicas, nos dice:
Otros concurrían en masa a los teatros para solazarse con las terríficas escenas de Don Juan Tenorio, drama que, según se dice, es malo, pero que, a pesar de sus defectos, atrae siempre inmenso conjunto de gente, que no sabe de crítica literarias y sólo atiende a la harmonía (sic) de sus versos y a las calaveradas del pillo aquél que echa bravatas por las uñas, se roba a una novicia para conducirla a una apartada orilla, seduce a las mujeres y mata a los papás y prometidos por partida doble, plática con los mármoles, cae muerto sin sentirlo, a manos de su antiguo camarada, ve su entierro y escucha los salmos penitenciales que van cantando por él, y, por último, llama al cielo que no lo oye, y sin duda por eso sube verticalmente a él en compañía de la monjita, uno y otra transformados en espíritus de aguardiente, mientras el desdichado Comendador, por haber defendido su honra y morir asesinado por el robador de su hija, permanece en los apretados infiernos.
¡Santísima moral de nueva emisión, que mucho perjudicaría a nuestro pueblo si tomase por los serio e incondicionalmente el teatro, como escuela de las buenas costumbres!
He aquí una somera semblanza de las celebraciones del Día de Muertos en el México del siglo XIX.
Conoce más sobre el trabajo de Sonia Iglesias visitando su blog en Komoni
*Imagen: www.viajeagridulce.mx