“El sueño es una segunda vida”, decía Gérard de Nerval. Acaso una especie de contrapeso de ésta, y ambas partes una unidad. En el sueño tejemos numerosas experiencias de nuestra vida cotidiana; un espectáculo claramente del inconsciente que se impregna ahí, a veces como revelaciones o proyecciones simbólicas y sacrales, otras veces como un mero collage de fantasías del imaginario. Pero, ¿quién alguna vez no ha pensado que lo que se dibuja en sueños va más allá de meras impresiones visuales, cuando no alucinaciones, pues lo que se halla ahí dentro, en ese universo dual, podría tratarse justamente de una segunda vida para nosotros, quizá como la tierra y el agua lo son para un anfibio?
El acto onírico fue, sin más, esa labor anfibia de sumergirse al agua; una práctica vital en la vida prehispánica, y lo sigue siendo para las culturas indígenas de nuestra época. Ahí, en ese mundo inasible, el mexicano dialoga con sus revelaciones y las vincula con su universo material.
Antes de comenzar a indagar en forma sobre las impresiones metafísicas que este acto onírico representa para la cultura mexicana, es importante dejar en claro dos cosas. Por un lado, la notable influencia del mundo onírico o el estado de trance para civilizaciones tan adelantadas a nuestro tiempo –las prehispánicas–, que hoy siguen siendo complejas de entender y, por otro, su enorme biblioteca de conocimientos naturales que fusionan cabalmente conceptos como ciencia y espíritu.
Espíritus que habitan en el cuerpo y en el universo
Advierten avezados investigadores como Mercedes de la Garza que, culturas como la nahua y la maya, poseían un admirable conocimiento de las leyes de la naturaleza, y concretamente segmentaban la existencia en materia visible e invisible. Por invisible no se refiere a la visión occidental del mundo de los fantasmas, sino a una materia que el ser humano puede percibir en vida bajo acertada sensibilidad –el aire, la luz, el calor, los olores y las emociones; la memoria y la voluntad, son algunos ejemplos–, y que en esencia se les nombraba espíritus. La capacidad de mirar cada pieza del universo como un espíritu vivo, es una cosmovisión que hoy sigue dejando maravillados a cientos de investigadores, pues ya no se habla de percepciones religiosas de época, sino de una unidad de pensamiento natural y universal.
Por ello es que investigadores como Julio Glockner consideran que todo hecho atribuido a los espíritus por las culturas indígenas actuales no podrían nombrarse creencias sobrenaturales, sino más bien naturales, pues yacen ahí, en la naturaleza misma. Ante lo anterior, resuena con cierto sentido el hecho de que en dimensiones como el sueño, a las culturas indígenas les es posible entablar comunicación con dichos espíritus desde tiempos memorables; un universo dual, que acontece sin tiempo y espacio, pero que no deja de ser un territorio sensible donde es fácil adquirir grandes aprendizajes.
En su estudio sobre Los Volcanes Sagrados, Glockner nos menciona que en el caso de los sueños de los tiemperos, “la ausencia de la voluntad consciente no es vista como una ausencia, sino como una sustitución”, y añade:
Aquí la voluntad personal es sustituida por una voluntad divina que les revela ciertas verdades y le encomienda ciertas tareas que habrán de inducirla a cumplir un destino.
Más allá de sacralizar el acto onírico, hay que recordar que, en lo espiritual, ésta ha sido por milenios una práctica universal bastante común en todos los rincones de la orbe; el acceso a las formas sagradas del sueño, entonces, no debería parecernos ajena ni fantasiosa, sino parte de una tradición milenaria que como seres humanos heredamos.
Pero, así como en el mundo, en el cielo y en el universo prehispánico e indígena se hallan espíritus de esencia natural, en el cuerpo humano también habitan otros, y no se trata de uno solo sino de varios. Según la cosmovisión prehispánica, aquellos podían salir consiente o inconscientemente del cuerpo bajo ciertas prácticas vitales: el orgasmo, el consumo de enteógenos y el sueño, eran las más comunes. Esta perspectiva dual-material de mirar al universo y al cuerpo humano en correspondencia, dio origen precisamente a los métodos de trance para mantener en comunicación ambos mundos: el sueño y la vida.
En culturas como la nahua y la maya, se pueden apreciar diversos espíritus en un solo cuerpo. El espíritu del corazón y la fuerza vital ubicada en la cabeza o mollera son las entidades más fuertes de ellas. La esencia del corazón advierte numerosos poderes tales como la voluntad, la imaginación, el libre albedrío, el pensamiento, la prudencia y el ánimo. Todo eso podía caber en el órgano que llamamos corazón. Por otro lado estaba la fuerza vital, que es la fusión de espíritu y conciencia. Una fuerza vital que se transporta a los mundos de los muertos una vez abandona el cuerpo; que es indestructible, y se regenera en otras vidas cuando regresa de esos otros mundos. En esencia, este espíritu (en náhuatl tonalli, en maya pixán) podría tratarse del alma de cada persona.
El sueño, para culturas como la nahua y la maya, viene a ser el desprendimiento temporal de esa alma del cuerpo. Significa vagar en alma por territorios desconocidos, de forma inconsciente, se quiera o no se quiera, se crea o no se crea.
El sueño
En la actualidad, las sociedades nos hemos acostumbrado a pensar en el sueño como un reflejo de las imágenes vistas durante la vigilia. Pero, para los nahuas y algunos chamanes de la actualidad –los graniceros de Morelos, por ejemplo–, el sueño, más allá de un mosaico de imágenes, se desdobla como un escenario de aprendizaje. Esta concepción mantiene cierta relación con la realidad científica, ya que los procesos oníricos producidos durante el sueño REM se atribuyen a ciertas acciones del cerebro que no son posibles durante el estado de vigilia. Procesos como la capacidad del sistema límbico, relacionado a las emociones, de activarse durante el sueño e interactuar con la corteza visual, por ejemplo, que explica las alucinaciones visuales que experimentamos cuando soñamos. De manera que, como acierta Mercedes de la Garza soñar no sólo es entregarnos a las posibilidades de las reacciones físicas del cerebro humano, “soñar es abrir otro cauce de la mente para ampliar el conocimiento de nosotros mismos”.
En la cosmovisión indígena es en el sueño donde el actor puede experimentar espejismos; falsas imágenes o “locuras del alma” derivadas de una mezcla de vivencias tejidas en la mente (y probablemente asociadas a la etapa más prematura del llamado sueño REM), pero donde también es posible experimentar lo contrario: una serie de mensajes intuitivos, relacionados con la capacidad de un hombre para desprender su tonalli y dirigirlo hacia otros puntos.
En épocas pasadas encontraban lugar los llamados temiquixmiati, “el conocedor de los sueños” –hombres cuya mirada de noche podía penetrar el mundo sagrado y descifrar los más oscuros enigmas–, y los llamados Libros de los sueños, que eran una especie de guía de interpretación de éstos.
La cosmovisión onírica es un hecho para el mexicano; nos desprendemos a otros mundos en un estado de trance recreado a lo largo de los siglos: “una antigua tradición mesoamericana que encontraba en las imágenes oníricas no meras fantasías, sino revelaciones divinas, signos premonitorios, viajes al inframundo o métodos terapéuticos y de adivinación” (Glockner, 2012). Todo lo que podría funcionar para entender el significado de la vida se encontraba en el sueño.
Del mismo modo, lo que hoy llamamos ensueño se llamaba cochitlehualitztli, pero su concepción era muy distinta, pues hacia referencia al “levantamiento cuando se está dormido”. De manera que el sueño era más que ensueño; significaba el desprendimiento del tonalli para distintos fines. Significaba, por ende, una especie de muerte temporal, que trasladaba el alma al inframundo, a ese espacio inaccesible para el cuerpo humano, donde muchas veces se conecta, también, con las almas ahí encontradas.
El estado de sueño también era una forma en que el tonalli o alma podía entablar una comunicación íntima con sus dioses. Se encuentran relatos como el de la peregrinación azteca, donde se sabe que Huitzilopochtli guiaba a los hombres a través de los sueños, o las manifestaciones en la actualidad de los “trabajadores del tiempo”, los dioses del clima, o del Popocatépetl con rostro humano en los sueños de los chamanes tiemperos.
Otra notable utilidad de los sueños, aún en la realidad indígena actual, es la clarividencia o los signos premonitorios. El ejemplo más popular es la conquista avistada en sueños por Moctezuma y por los sabios más viejos, unos diez años antes de la llegada de los españoles a tierras mesoamericanas. En numerosos rincones de la República Mexicana todavía se pueden ver a hombres y mujeres, “psicólogos autóctonos”, que afirman avistar el futuro en innumerables experiencias oníricas, aunque muy amorfas, y sobre todo metafóricas.
Finalmente se encuentran referencias del sueño con ciertos métodos terapéuticos derivados de la curación chamánica con plantas sagradas. Ésta viene a ser una especie de trance-sueño, en que el chaman puede accesar a los instrumentos necesarios para reconfigurar mentes y destinos, armonizar energías y más extraordinario aún, reconstruir órganos del cuerpo que fueron gastados o no encuentran armonía con los demás elementos. En esencia, este método de curación ha probado ser una herramienta eficiente de sanción en México.
Tal parece que los estados de trance conocidos vienen a ser el mismo acto onírico en que los animales pueden accesar a un algo, en un no-lugar, que en esencia es atemporal. Y ese algo, –un instante revelador– demuestra ser la continuidad de nuestro espacio-tiempo finito, donde la información es tal vez más clara de entender que cuando se está despierto. Una prueba, quizá, de que en vida se puede acceder a un universo de información valiosa, una dimensión espiritual ligada a la naturaleza de las cosas.
*Fuentes de consulta:
*DE LA GARZA Mercedes, “Sueño y Éxtasis, visión chamánica de ls náhuas y los mayas”
* GLOCKNER Julio, “Los Volcanes Sagrados”, PRISA ediciones, México, 2012.
*Imágenes: Jaen Madrid