Por Guillermo Bermúdez y Martha Elena García
En 2022, en los respiros que nos ha dado la pandemia, en distintas partes nos hemos dedicado a dar a conocer nuestro más reciente libro, Alimentarnos con dudas disfrazadas de ciencia. Nutriendo conflictos de interés en México, pero sobre todo a invitar a reflexionar sobre este tema y visibilizar problemas locales.
¿Por qué pensamos que es importante para la gente acercarse a este libro y a este tema? Porque ayuda a entender lo que ha ocurrido en el campo de la salud alimentaria en nuestro país en las últimas décadas.
Desde el inicio, planteamos que es muy lamentable que hayan fallecido tantas personas por Covid-19 desde el principio de la pandemia, en 2020, quienes sumaban 326,085 hasta el 11 de julio 2022. Un padecimiento para el que no había ni vacuna ni tratamiento específico hasta hace poco. Aunque igualmente lamentable es el continuo incremento de los fallecimientos a causa de la diabetes desde el 2000, año en que murieron unas 40 mil personas, y que tan sólo en 2021 llegó a 151 mil muertos. Pero es no sólo más penoso sino indignante, porque esta última epidemia pudo haberse evitado, de haberse actuado decidida y oportunamente.
¿Por qué, se preguntarán? Porque a diferencia del coronavirus, en este caso sí se conocía la causa principal: el creciente consumo desmedido de comestibles chatarra. Causantes no sólo de la epidemia de diabetes, sino en general de las altísimas tasas de obesidad y enfermedades cardiovasculares, por no hablar del debilitamiento del sistema inmunológico, evidenciado por el Covid-19.
Al conocerse la causa, bien podrían haberse prevenido todas las comorbilidades asociadas con la mala alimentación.
¿Por qué no se hizo nada?, preguntarán de nuevo. Porque en los tres sexenios anteriores, los fabricantes de comida ultraprocesada y bebidas endulzadas encontraron cómplices para frenar, minimizar y retrasar las políticas públicas que recomendó en 2002 la Organización Mundial de la Salud dirigidas a frenar la obesidad, poniendo límites a estos productos y al ambiente obesogénico: la regulación de la publicidad para niños, la venta de comida chatarra en las escuelas, el impuesto a los refrescos y el etiquetado, entre otras medidas.
Esto fue posible porque en México se tejieron graves conflictos de interés, no sólo con el gobierno, lo cual no sería sorprendente. Lo inesperado es que en ello participaron también científicos, investigadores, académicos y profesionales de la salud, universidades y sociedades profesionales, como documentamos en nuestro libro. Se vincularon ingenuamente con la industria alimentaria y de bebidas como si fuera lo más natural, sin distinguir límites éticos.
Ciertamente, el conflicto de interés es un tema que, pese a su importancia y a sus amplias repercusiones, no ha cimbrado aún en México a la comunidad científica y académica, ni a la de los profesionales de la salud. De ahí la importancia de discutirlo para dejar de normalizar este tipo de prácticas que se hicieron costumbre.
Lamentablemente, la industria se ha valido del prestigio de la ciencia, aunque en el camino la corrompe, porque ésta cumple un papel destacado en la estrategia integral que se ha seguido para interferir en las regulaciones.
Entre las conclusiones de nuestro trabajo, destaca el hecho de que incluso los argumentos "científicos" que por más de década y media ha esgrimido la industria contra las propuestas para abatir la obesidad son sólo tácticas evasivas, simples pretextos para tomarnos el pelo. En el fondo, todas sus posiciones ante cualquier medida para regular el consumo de sus productos forman parte de un plan perfectamente orquestado para evitar, minimizar y demorar las políticas públicas de salud alimentaria.
Desde los ochenta, se documentó la altísima probabilidad de que las investigaciones costeadas por la industria lleguen a conclusiones favorables a ella, o a resultados que minimizan los riesgos a la salud de sus productos, en comparación con los estudios independientes. O sea, si se sabe quién paga un estudio, pueden predecirse sus resultados.
Los efectos del financiamiento empresarial se reflejan en distorsión de las investigaciones, desde cómo se formula la pregunta de investigación. Luego, pueden provocar que los científicos, consciente o inconscientemente, den un giro favorable a resultados que sea posible interpretar de diverso modo; o bien, que omitan o minimicen los efectos desfavorables e incluso no los publiquen.
En síntesis, cooptar a científicos y tecnólogos resulta una excelente inversión para la industria: desarrollan comestibles ultraprocesados, optimizando costos; financian estudios "científicos" que ofrecen comida chatarra como saludable, exaltando sus supuestos beneficios. Y desacreditan toda evidencia científica sobre los daños que provocan sus productos u ofrecen explicaciones alternativas a la obesidad y la diabetes (inactividad física, genética, etc.) para enfrentar las políticas públicas para regularlos.
Además del financiamiento, la industria ha tejido una red de vínculos con el mundo académico, la comunidad científica y las sociedades profesionales de la salud y la nutrición, que por definición nunca deberían recomendar consumir tales productos. Están no sólo los premios de investigación convocados por Nestlé, Kellogg y Coca Cola (en este último caso, junto con la Academia Mexicana de Ciencias y antes con el Conacyt). Además, tienen atractivos mecanismos de seducción como becas y diversos apoyos para organizar congresos, diplomados y seminarios, para editar publicaciones, montar exposiciones o participar como expertos en foros y medios de comunicación, e incluso turismo académico.
A la estrategia mercadotécnica se suman, evidentemente, las fundaciones empresariales y su falsa filantropía, disfrazada de responsabilidad social y ambiental para posicionarse como paladines del progreso científico, apuntaladas por grupos fachada, que se presentan engañosamente como ONG’s pero que incluyen en sus consejos a representantes de la industria para defender sus intereses.
Todo lo anterior se traduce, documentamos en el libro, no sólo en la información con la cual los legisladores y tomadores de decisión determinan las políticas públicas en salud alimentaria, sino en la (des)orientación nutricionista que reciben los consumidores y que aterriza en nuestras mesas.
Como periodistas, invitamos a funcionarios y legisladores, investigadores y académicos, profesionales de la salud y la nutrición que han incurrido en conflictos de intereses a reflexionar y deslindarse de tales prácticas, recuperando el sentido ético de sus vocaciones y actividades.
Nos ilusiona que en nuestros andares hemos encontrado cada vez más organizaciones, instituciones y voces críticas, sin tales conflictos, o dispuestas no sólo a discutir sobre conflictos de interés, a fin de transparentarlos y prevenirlos, sino a trabajar para que como sociedad dejemos de ver como algo normal lo que ha venido sucediendo en nuestro país.
*¿Te despertó el apetito esta probadita del libro? Puedes consultarlo o descargarlo en este link: https://issuu.com/elpoderdelconsumidor/docs/alimentarnos_con_dudas_disfrazadas_de_ciencia