José Alfredo Jiménez: trovador, sacerdote mexicano del tequila y de las canciones. Su voz es la entrada al abismo, es un temblor a punto de nacer, es el despertar a una tragedia inminente. Su poesía es árida y salvaje, oscura como un diálogo mortal, lacerante como una maldición. Cantar sus canciones es ser consumidos por la fascinación de un incendio repentino, es flotar eternamente entre la niebla de un páramo sin nombre.
José Alfredo Jiménez es el aullido que enciende la noche, es el cometa ebrio que vaga por un universo sombrío hasta chocar de frente contra el destino, es el lobo herido que tiene su amorío fugaz con la luz de luna, es el evangelista de la tragedia, un poeta imposible que aprendió a engañar a la muerte mientras se acuesta con ella. El día es su enemigo, sus ojos se acostumbraron a leer la penumbra; eligió la noche para desbordarse, para maldecir al azar, para levantarse como una torre de misterios que parece indestructible y que se derrumba invariablemente cuando el día despierta.
Como buen profeta de la tragedia, rasga con su voz el velo de todos los templos posibles. Su espíritu entendió mejor que nadie que cualquier sitio puede ser el lugar donde se ofrece un ritual por las penas de la vida diaria, que México es el gran Monte de la Calavera y se hace visible cuando alguien canta, de modo que en cada esquina hay una muerte y una crucifixión, una resurrección y un coro de lamentos. Su música es la voz más pura de nuestra gente. Nadie como él para entender que no le tememos a Dios ni al diablo, que no le tememos a la muerte ni a la vida, que a lo que le tememos verdaderamente es a la pérdida. El mexicano siempre está perdiendo algo: al amor, a la mujer, a sus tierras, a sus máscaras. Nuestra historia nacional y nuestros traumas surgen de la pérdida, y José Alfredo lo expresa en un huracán de suspiros; no puede hacer más.
Entre música y tragos, sus canciones son el hierro candente que marca la piel de quien las escucha. La cantina o la parranda son el teatro perfecto, el confesionario veraz y el sitio de la verdadera penitencia. En esta atmósfera de humos trasnochados, donde el alcohol y el desamor son a un tiempo salvación y perdición, José Alfredo levanta la voz: las emanaciones de su espíritu se convierten entonces en un canto colectivo que se eleva desde las entrañas de nuestro país. Es el hombre-espectro que le canta al héroe bocabajo, ese ser ajeno al ritmo del mundo, a nosotros que escuchamos el rumor de las edades y que sólo podemos avanzar hacia abajo, hacia lo hondo de la tierra, resignados, doloridos, ahogados en nuestro propio llanto. El héroe que José Alfredo describe está en el límite del tiempo, afuera, allá lejos, donde los elementos se agolpan y se confunden, donde la sangre da de beber a los jilgueros, donde la existencia es un llano en llamas o un diluvio inesperado.
Una intuición vibrante resuena en esta música de neblina y confesiones: el mar enardecido de la vida no ha sido lo suficientemente poderoso como para hundirnos. José Alfredo lo sabe, se vuelca en sus canciones, sufre, reclama, pero no se mueve; resiste. Esa resistencia nos recuerda decididamente a Arthur Schopenhauer cuando explica que la añoranza y el dolor de la poesía no describen a un sólo ser efímero y fugaz, sino que son el suspiro de toda una especie que se condensa, se oscurece y se arroja a la vida en un haz de luz tan mágico como doloroso.
Los poemas que este hombre lanza contra el mundo tienen un efecto existencial poderosísimo: nos enseñan a resistir en el vacío, a hacernos fuertes en la inclemencia de la nada. Las canciones de José Alfredo Jiménez son el aliento punzante de nuestra especie, una especie que aprendió a respirar en el ritmo incontenible de la música.