Hay un algo en común entre Juan Rulfo y Werner Herzog: la precariedad económica de su juventud y la necesidad que tuvieron de combinar el trabajo liberador del arte con cansadas jornadas laborales.
Herzog, ahora de 74 años, tuvo que trabajar en fábricas como soldador para poder realizar sus películas. Rulfo, de quien se festeja este año el centenario de su natalicio, tuvo que trabajar en Goodrich-Euzkadi de 1946 a 1952 como agente viajero, años en los que habría escrito sus obras El llano en llamas y Pedro Páramo.
No es casual entonces que el gran cineasta alemán sienta la profunda admiración que ha expresado por el entrañable escritor Juan Rulfo, pues en el origen precario de ambos genios radica su sensibilidad hacia el mundo de los marginados y los olvidados. Dice Juan Preciado, hablando con quien pudo ser su madre:
Ahora, desventuradamente, los tiempos han cambiado, pues desde que esto está empobrecido ya nadie se comunica con nosotros.
Y sin embargo en esos mundos llenos de olvido y dificultades también hay personajes felices, como el enano que ríe permanentemente en la primera película de Herzog, También los enanos empezaron pequeños:
Me hace gracia la idea de que haya un personaje que se ríe durante toda la película. Sólo se ríe.
Otra cosa en común es que ambos volcaron dicha sensibilidad a la posibilidad de expresarla vía el séptimo arte. En ello Herzog fue mucho más prolífico que Rulfo (quien no fue en realidad muy fecundo ni siquiera en la literatura, pero es un misterio si fue por voluntad o por falta de inspiración, aunque esto último no es muy probable). Y Herzog, además, inauguró toda una nueva forma de hacer cine, en la cual ficción y documental se mezclan de manera insólita para realzar el mensaje implícito en cada uno de sus trabajos, mismos que están impregnados de una preocupación constante por aquellos que no tienen voz en el mundo hegemonizado del arte, como los aborígenes australianos de Donde sueñan las hormigas verdes.
A Juan Rulfo seguramente le habría parecido una gran simbiosis aquella entre ficción y documental realizada por el alemán, pues los relatos de Rulfo son algo similar en tanto que reflejan las entrañas de un México desconocido sin ser, no obstante, basados en historia real alguna. En este caso, las fotografías del jalisciense son la parte documental que viene a complementar sus novelas y cuentos, que pese a su realismo son, ultimadamente, mundos creados por él en los cuales, incluso, dotó a sus personajes de una forma de hablar única donde se combina el lenguaje popular más coloquial con una suerte de recreación artística del mismo. Con este regionalismo tan paradójicamente universal, Rulfo impregnó la mexicanidad de un aura donde es difícil discernir dónde acaba la realidad y dónde empieza la ficción.
Había estrellas fugaces. Caían como si el cielo estuviera lloviznando lumbre.
—Miren nomás —dijo Terencio— el borlote que se traen allá arriba.
No es raro, en ese sentido, que Herzog hable de Pedro Páramo como de la mejor obra literaria de América Latina, y del propio Rulfo como quien "viajó por todo México vendiendo llantas y era un gran poeta". Herzog aseguró también, durante su visita a México en 2011, que se sabe de memoria los pasajes de Pedro Páramo; no es casual porque Herzog, aquel hombre de inteligencia callejera, al igual que Rulfo (y probablemente inspirado por él), ha sabido recoger lo feo, lo vulgar y todo lo más polvoso, pero dotándolo de su propia concepción del arte y la estética, lo que le concede a sus mundos un aura de dignidad y una belleza de aquellas que rompen parámetros.
Juan Rulfo tiene una visión única, los personajes que narra son poderosos. Hay que leerlo para saber cómo desarrollar personajes, lo leo antes de calentar motores para escribir.
Por eso, tanto él como Rulfo son dos titanes del arte, pues supieron reconocer, como expresara la poeta Alejandra Pizarnik, que una mirada a la alcantarilla puede ser una visión del mundo. Y nosotros añadiríamos que no sólo puede ser, sino que es la visión del mundo por excelencia; la visión verdaderamente humana ante la cual el arte se desdobla en su cualidad liberadora, y rompe las fronteras que buscan constreñirla a ser una práctica de unos cuantos para poder pasar, en cambio, a ser el lenguaje universal que realmente es.