El creador tiene envidia del lector. El escritor redescubrió el papel del lector y lo convierte en centro de la Literatura del siglo 20.
La narrativa de Julián Herbert (Acapulco 1971) parece ir de prisa y dar pocas concesiones. Esto en comparación con las historias contadas una y otra vez por los narradores de su generación que, no todos por cierto, pero sí en su gran mayoría, eligieron la narco literatura como telón de fondo para explicarle al mundo qué sucede en México (como si esta explicación bastase para novelar y de alguna forma explicar la tragicomedia mexicana en la que estamos inmersos).
Julian además de poeta, ensayista, cuentista y novelista fue líder de dos bandas de rock que no tuvieron mucho éxito –Los tigres de Borges y Madrastras– pero que marcaron hondamente su literatura. Sus poemas y sus narraciones largas parecen estar imbricados con el estilo pasivo/agresivo, estridente del grunge noventero originado en Seattle.
Su poesía de muchas maneras es un reclamo y una declaración de principios. Es como poeta que se dio a conocer con los libros, Chili Hardcore (1994), El Nombre de esta Casa (1999), La Resistencia (2003), Autorretrato a los 27 (2003), Kubla Khan (2005), Pastilla Camaleón (2009), Álbum Scariote (2012), Bisel (2014) y Jesús Liebt Dich/Cristo no te ama (2015).
Desde este punto de partida Herbert fue pasando hacia el cuento con las colecciones Solados Muertos (1993), Cocaína (2006) y Tratado sobre la infidelidad (2010), este último con su también amigo, el escritor León Plascencia. Y ha explorando cada vez con mejores resultados el ensayo y la crónica con Canibal (2010) y La casa del dolor ajeno (2015).
Sumergiéndonos en su personaje
Herbert tuvo una infancia difícil, la cual detalla en su novela autobiográfica Canción de Tumba (2011) con el que ganó el premio Jaen de novela y el Elena Poniatowska; en ella narra los últimos días que pasó con su madre en un hospital de Saltillo donde convaleció victima de leucemia; pretexto preciso para sumergirse en su pasado y explorar la relación difícil que mantuvo con su progenitora quien se dedicaba a la prostitución.
De alguna manera al leer a Herbert cabe la posibilidad de leer a los dobles que va fraguándose de su propia figura, quienes se convierten en versiones esquizofrénicas de sí mismo. Y que lo retractan, lo retan y luchan por volver a escribir como si al hacerlo escribieran por última vez; esta característica lo mantienen en un extremo, en un ejercicio continúo de reescritura y reinvención.
Herbert asegura que su mayor influencia es T.S. Eliot y reconoce en David Huerta a un maestro con el que mantiene un dialogo abierto; López Velarde y Juan José Tablada son dos figuras imprescindibles para él, además de Octavio Paz al que retoma constantemente y al que debate, más que denostar, como una figura central de historia de la poesía nacional.
La literatura de Herbert es ecléctica, no se mantiene en un solo sitio como tampoco respeta en sí los géneros, su lucha se encuentra en la experimentación y a la vez en la comprobación de lo que esta escribiendo. Para Julián la pequeña línea que divide lo culto de la cultura de masas o Pop es un elemento a tomarse en cuenta pues de estos antagonistas es que la literatura contemporánea toma sus principales características.
Por eso la figura preferida del acapulqueño en el campo de la retórica es el oxímoron, que ha definido como una metáfora dentro de otra, la suma de términos contrarios que se rechazan pero que sin alguno de ellos presente es imposible entender la idea.
Herbert va de la sencillez a la rabia, del comentario culto a la expresión coloquial abrupta y quebrante, del quejido hacia la sentencia elaborada, de la mitificación sensacionalista hacia la desmitificación cicatera y viceversa.
Digamos que intenta ser un escritor todo terreno, que por cierto ha declarado que si hubiera que comparar su literatura con algún equipo de fútbol, él lo compararía con la Holanda de 1974 donde todos atacaban y todos defendían.