La muerte brinda un dulce descanso, relajamiento ante las inclemencias de la vida. El tránsito para abrazarla es doloroso, quien lo enfrenta con valentía merece liberarse del sufrimiento. Mientras caminamos por la vida algunos bailan y juegan con la muerte, otros la retan y ofenden. Cuando los mortales se le acercan con dignidad y reverencia, en gratitud, la huesuda les ofrece un dulce retiro. En cambio, a los temerarios, inconscientes, irrespetuosos, negligentes, a los incapaces de honrar la vida, la dientona les augura suplicio antes de alcanzar la tranquilidad a través de ella. Dijo Octavio Paz en EL laberinto de la soledad "Dime como mueres y te diré quién eres."
El arquetipo mexicano de la muerte
Los pueblos originarios llamaron a la muerte niña, porque no tiene edad, la consideraron tierna porque no juzga, no discrimina, no tiene prejuicios, su ternura es la paz eterna. Es niña, madre, anciana, no tiene tiempo, es la Coatlicue, vida y muerte son una y la misma; es la tierra, desde ella se accede al proceso creador. Su aspecto es amenazante, destructor, como todo principio. Faustina, la novela de Mario González Suárez, encarna a Coatlicue en una madre contemporánea. La madre engendra, le abre paso a la vida, enfrenta las inclemencias y, de manera casi inevitable, al proteger, destruye.
La muerte es honesta, no hace distinciones ni le sirve a nadie, por eso es digna de confianza, ¿quién si no ella podría brindar protección en un mundo violento e incierto? Hoy se le venera en México y América Latina como a una santa. Para agradecer a la Santa Muerte sus favores se le ofrendan vidas, como antaño a la Coatlicue, y ropas hermosas para exaltar su belleza. Ella determina el principio y el fin, es eterna. No morirá, ni como Dios ni como cualquier ser viviente, es el motor del movimiento perene. Ella engendra el misterio, encierra paradojas, encarna la contradicción: la muerte devora la vida, la vida se alimenta de vida, sin muerte no hay vida. La Santa Muerte protege a narcos, policías y a todo aquel que en su trabajo cotidiano conviva con ella. Políticos, médicos, prostitutas, abogados, todos merecen la paz y eterno descanso a través de la muerte, ella no discrimina a nadie. Su dulzura ayuda a purgar el sufrimiento, a aceptar el dolor inevitable en el tránsito de la vida. Además, nos alerta ¡en el consuelo habita la tragedia!, refugiarse en él es una evasión, conduce a la condena de las almas sin descanso. La Mara de Rafael Ramírez Heredia, El amante de Janis Joplin de Elmer Mendoza y La Santa Muerte de Homero Aridjis son novelas donde morir ofrece una salida a los padecimientos, un consuelo, pero el conflicto sobrevive. Los muertos, en Pedro Páramo, de Juan Rulfo, son almas en pena, los temores, aflicciones, lo no resuelto, siguen vivos más allá de la carne.
En México engañamos a la muerte
La calavera, dulce niña precolombina, toma forma en figuras de azúcar o chocolate, la paladeamos, la comemos con placer, así nos hace olvidar sus sinsabores. Los niños, crueles e ingenuos como la muerte, piden su calaverita los días uno y dos de noviembre de cada año. Ellos y Huitzilopochtli, el niño-adulto, nacen guerreros, vencen a la muerte durante un tiempo; como soles, libran la batalla contra la oscuridad cada día. El Dios de la guerra y los niños, en el instante de su nacimiento, derrotan a los seres de la noche. Para pedir su calaverita, los días de muertos, los pequeños corren durante la noche disfrazados de muerte, así la huesuda no los ve. Engañan a la calaca para disfrutar lo dulce de la vida. Premiamos su arrojo, su atrevimiento, con monedas o dulces. Los humanos no dejamos de ser niños. Presos de esa ingenuidad pueril y maliciosa, nos creernos capaces de engañar, incluso a la muerte. En El luto humano, José Revueltas devela de un modo descarnado cómo, en el colmo del absurdo, creemos nuestras mentiras y las de los demás. Confundimos el autoengaño con la fe necesaria para salvarnos. La toma de consciencia nos hace sentir pena, una mezcla de vergüenza y dolor enluta el alma. La muerte es sabia, obliga a ver, cuando se acerca es el momento de las revelaciones, quita las máscaras, es confrontación sin escapatoria, purifica.
Celebrar la muerte para honrar la vida
Quienes descansan en paz renunciaron al engaño de lo dulce de la vida, los honramos con ofrendas, así celebramos los días de muertos. Los vivos, a pesar de la muerte, disfrutamos de las mieles de la vida, nos comemos los huesitos en forma de pan de dulce. El uno de noviembre llegan los Santos Inocentes y el dos Todos los Santos. Vienen a gozar del amor de sus familias, ya nadie los puede lastimar, la muerte los cobija y los hace santos. Sus seres queridos les ofrecen un banquete dedicado a los sentidos, los muertos toman la esencia de los manjares, los impregnan con su ser. Cuando ellos vuelven al origen, quienes seguimos siendo terrenales, nos alimentamos del ser de nuestros antepasados a través de sus placeres. Nos comemos las ofrendas, así ellos siguen vivos en nosotros. El placer trasciende a la muerte, por eso, en esos días, La Catrina baila, goza de la música, para el festejo viste sus mejores galas.
Diego Rivera vio cómo la dulce niña se había convertido en una dama, dotada de elegancia y gracia: La Catrina. Ante los ojos de Rivera la muerte niña de los pueblos originarios y la Muerte Garbancera de José Guadalupe Posada, dejaron atrás sus formas vulgares y ordinarias. La dama elegante viste fastuosa, disfruta el baile, los festejos, la alegría de los colores le es consustancial, es sofisticada, tiene buen gusto para ataviarse, no le teme a la estridencia, conoce la proporción. Para Rivera la muerte es refinada, pasó de Garbancera a Catrina, pero no dejó de ser sabia.
La muerte que mata a la muerte
Cómo construimos este complejo imaginario: celebramos la muerte para dejar de temerle a la vida, para ocultar cuánto despreciamos a la huesuda. Nos reconciliamos con el sufrimiento, aceptamos el dolor, para alcanzar la paz y el descanso eternos. Bailamos con La Catrina porque nos negamos a vivir la vida como una tragedia. Las historias contadas a través de nuestra literatura nos dan pistas y miles de respuestas para comprendernos. También se vuelven referentes para juicios y reacciones. La muerte es mujer, las mujeres y ella, hemos sido incomprendidas, despreciadas, excluidas a un segundo plano. Las mujeres nos negamos a ser vistas como La Catrina. Para entendernos nos leemos en el Diario del dolor de María Luisa Puga y, gracias a Jesusa Palancares, con Elena Poniatowska, le decimos a la vida con mezcal en mano, Hasta no verte Jesús mío. Cuando dejamos a nuestros seres queridos en los cementerios, nos prometemos no cometer sus mismos errores, reivindicamos la femineidad, no queremos ser como Luis Alfonso Fernández, el personaje de Josefina Vicens, en Los años falsos. Enterramos a los muertos con sus miedos, para gozar de libertad interior, evitamos vivir la vida como un Libro vacío, en la obra de Vicens reconocemos la represión y autocensura como la muerte en vida.
Hoy asesinan a mujeres sólo por serlo. Cientos han expirado en medio de indescriptibles torturas. La niebla ardiente de Laura Baeza y Temporada de huracanes de Fernanda Melchor, son testimonios de cómo convivimos con los feminicidios y se normalizan. El desprecio a lo femenino, a la muerte, tienen raíces profundas en nuestros más remotos antepasados y en los siglos de la Colonia. Mónica Lavín trata de comprender a Sor Juana Inés de la Cruz en su novela Yo, la peor, para que ninguna mujer se vuelva a nombrar así, a sí misma. Tenemos esperanza de vivir en un mundo libre de violencia, queremos trascender nuestras contradicciones. En ese camino Guadalupe Nettel, en Después del invierno, explora a través del gusto por los cementerios el ansia de reconciliarnos con nosotros mismos.
Lo ineludible
La literatura mexicana de los siglos XX y XXI tiene entre sus temas centrales a la muerte. Es obvio, pero no evidente, cuánto y cómo nuestras preocupaciones son ancestrales, desde el pulso de la vida y la muerte nos identificamos con Netzahualcóyotl, compartimos su lamento:
Yo Nezahualcóyotl lo pregunto:
¿Acaso de verás se vive con raíz en la tierra?
No para siempre en la tierra:
sólo un poco aquí.
Aunque sea de jade se quiebra,
aunque sea de oro se rompe,
aunque sea plumaje de quetzal se desgarra.
No para siempre en la tierra:
sólo un poco aquí.
Nuestra aflicción ha sido la misma en el siglo XIV y XXI, todos los seres humanos en todos los tiempos queremos trascender la muerte, pero no con la vida eterna. Los mexicanos seguimos buscando caminos para la conciliación con nosotros mismos, los demás y el entorno. Nuestra relación con la muerte da fe de los hallazgos y las contradicciones, por eso seguimos cantando igual que Nezahualcóyotl:
No acabarán mis flores,
no cesarán mis cantos.
Yo cantor los elevo,
se reparten, se esparcen.
Aún cuando las flores
se marchitan y amarillecen,
serán llevadas allá,
al interior de la casa
del ave de plumas de oro.
La vida y la muerte en nuestros festejos son una y la misma, las cubrimos de alegría y de flores.
Bibliografía para leer sobre la muerte en México
- El laberinto de la soledad, Octavio Paz, Fondo de Cultura Económica.
- Faustina, Mario González Suáerez, Ediciones Era.
- La Mara, Rafael Ramírez Heredia, Alfaguara.
- El amante de Janis Joplin, Elmer Mendoza, Tusquets.
- La Santa Muerte, Homero Aridjis, Debolsillo.
- Pedro Páramo, Juan Rulfo, RM
- El luto Humano, José Revueltas, Ediciones Era.
- Diario del dolor, María Luisa Puga, Fomento Editoral UNAM.
- Hasta no verte Jesús Mío, Elena Poniatowska, Ediciones Era.
- Los años falsos, Josefina Vicens, Fondo de Cultura Económica.
- Libro vacío, Josefina Vicens, Fondo de Cultura Económica.
- La niebla ardiente, Laura Baeza, Alfaguara.
- Temporada de huracanes, Fernanda Melchor, Random House.
- Yo, la peor, Mónica Lavín, Planeta.
- Después del invierno, Guadalupe Nettel, Anagrama.
- Nezahualcóyotl poesía, Miguel León Portilla, Editorial Amaquemecan.