Algunos escritos antiguos de grandes cronistas de la conquista nos han hecho saber de la existencia de concentraciones verdes destinadas a los animales y las especies exóticas y sagradas en la gran Tenochtitlán. Lugares con una fuerte carga de misticismo y ritualidad, dejándonos en claro que nuestros antiguos eran amantes y conocedores de su naturaleza. Y dentro de estas casas –creadas entre jardines y hermosos estanques– aguardaban las fieras, las aves, los peces, pero también los “monstruos”.
Nos dice Hernán Cortés, en sus Cartas de relación que el emperador Moctezuma mantenía “muchos hombres y mujeres deformes, enanos y jorobados […] cada forma de la monstruosidad tenía un lugar propio; y además había personas para cuidarlos”. A lo que Cortés se refería no era una prisión ni algo que se le pareciera, sino un extraordinario zoológico prehispánico que, a diferencia de la concepción moderna que hoy se tiene sobre estos sitios, fungía como una especie de espacio destinado al cuidado de estos seres vivos que se pensaban como sagrados. Los “monstruos”, como lo refería Cortés, eran personas; incapacitados que probablemente no hubiesen sobrevivido en el exterior; en una vida incierta, sin el cuidado necesario en estos santuarios.
La sacralidad de estas personas era tal que se les trataba mucho mejor que a los nobles guerreros capturados en la guerra. Decía Cortés, que el líder tlatoani tenía una casa con hermosos jardines y miradores, y dentro de ésta, “un cuarto en que tenía hombres y mujeres y niños blancos de su nacimiento en el rostro y cuerpo y cabellos y cejas y pestañas. Tenía otra casa donde tenía muchos hombres y mujeres monstruos, en que había enanos, corcovados y contrahechos, y otros con otras disformidades…”. Como bien advierte esta última cita, existían casas especiales que probablemente no se le pueda asimilar a ninguna otra especie de institución de hoy en día, ya que a estas “rarezas humanas” se les atribuían poderes sobrenaturales, como la capacidad de la videncia en los enanos, o los llamados “Hijos del Sol“, los albinos.
Cada persona en la gran Tenochtitlán tenía un papel fundamental para que ésta funcionase. A los enanos y jorobados les concernía el canto y el baile durante la comida del emperador que era diletante de esta artes. En la tipología sacrifical, por otro lado, los albinos eran ofrecidos al Dios Sol durante los eclipses, mientras que enanos y jorobados eran sacrificados tras la muerte de un sacerdote para que estos les acompañasen y sirviesen en el más allá.
A pesar de lo poco creíble que pueda escucharse esta extraña sacralidad de nuestros antiguos con respecto a los que consideraban mitad humanos y mitad mensajeros del cielo, el respeto por ellos se hacía válido y los sitos destinados a su descanso, esos hermosos jardines con innumerables especies exóticas, eran en realidad santuarios.