Para Alfonso Reyes, el pensamiento rarámuri es una de las incontables vías de acceso a la poesía. De su mundo –la épica Sierra Tarahumara y los símbolos de cultura–, recuerda una lluvia de reflexiones tan bellas como sensitivas bajo su propia heurística: la de ese buen observador de lo humano.
De aquellos, Reyes delata sus grandes enigmas: el hecho de poseer una resistencia al clima insospechada, o su “ciencia natural” que desborda sabiduría en cada una de sus yerbas curativas –la yerba de aquél indio que “restaura la sangre”, o que en sus formas sinestésicas “convierte los ruidos en colores”.
No existe una certeza sobre en qué momento el multifacético Reyes habría de interesarse en la cultura rarámuri. Se dice que su padre, el general Bernardo Reyes Ogazón era un caminante de las lejanías mexicanas –especialmente las del norte del país–, y que en sus varias expediciones militares para apaciguar a los pueblos de guerrilleros apache, cora, huichol y kikapués, se entendió con las costumbres de los yaqui y rarámuri. Para la inquietud de un niño como Alfonso Reyes, aquellos relatos paternales resultaron objeto de inspiración.
Como puede evidenciarse, Reyes entendía a fondo las costumbres rarámuri. De una ocasión en que mantenía una conversación con la señora del Mayor Muñoz en la embajada de nuestro país en Argentina, moldeó casi al instante el siguiente poema titulado Yerbas del Tarahumara, escrito en el año 1929 y publicado y traducido al francés en ese mismo año por Valery Larbaud. Curiosamente unos años después, el poeta, dramaturgo y surrealista Antonin Artaud visitó la sierra tarahumara. Se cree que el autor francés pudo haberse inspirado del poema de Alfonso Reyes para entablar este viaje.
Con una poética ciertamente apoyada en el simbolismo, la reflexión estética –muy puntual– del perfil tarahuamara a la que nos introduce en este poema el más grande pensador mexicano del siglo XX, es sin duda muy afectiva. Y hay que reconocerle, sus versos son casi tan intuitivos como el indio rarámuri:
Yerbas del Tarahumara
Han bajado los indios tarahumaras,
que es señal de mal año
y de cosecha pobre en la montaña.
Desnudos y curtidos,
duros en la lustrosa piel manchada,
denegridos de viento y de sol, animan
las calles de Chihuahua,
lentos y recelosos,
con todos los resortes del miedo contraídos,
como panteras mansas.
Desnudos y curtidos,
bravos habitadores de la nieve
—como hablan de tú—,
contestan siempre así la pregunta obligada:
—”Y tú ¿no tienes frío en la cara?”
Mal año en la montaña,
cuando el grave deshielo de las cumbres
escurre hasta los pueblos la manada
de animales humanos con el hato en la espalda.
Los hicieron católicos
los misioneros de la Nueva España
—esos corderos de corazón de león.
Y, sin pan y sin vino,
ellos celebran la función cristiana
con su cerveza-chicha y su pinole,
que es un polvo de todos los sabores.
Beben tesgüiño de maíz y peyote,
yerba de los portentos,
sinfonía lograda
que convierte los ruidos en colores;
y larga borrachera metafísica
los compensa de andar sobre la tierra,
que es, al fin y a la postre,
la dolencia común de las razas de los hombres.
Campeones de la Maratón del mundo,
nutridos en la carne ácida del venado,
llegarán los primeros con el triunfo
el día que saltemos la muralla
de los cinco sentidos.
A veces, traen oro de sus ocultas minas,
y todo el día rompen los terrones,
sentados en la calle,
entre la envidia culta de los blancos.
Hoy solo traen yerbas en el hato,
las yerbas de salud que cambian por centavos:
yerbaniz, limoncillo, simonillo,
que alivian las difíciles entrañas,
junto con la orejela de ratón
para el mal que la gente llama “bilis”;
y la yerba del venado, del chuchupaste
y la yerba del indio, que restauran la sangre;
el pasto de ocotillo de los golpes contusos,
contrayerba para las fiebres pantanosas,
la yerba de la víbora que cura los resfríos;
collares de semillas de ojos de venado,
tan eficaces para el sortilegio;
y la sangre de grado, que aprieta las encías
y agarra en la nariz los dientes flojos.
(Nuestro Francisco Hernández
—El Plinio Mexicano de los Mil y Quinientos—
logró hasta mil doscientas plantas mágicas
de la farmacopea de los indios.
Sin ser un gran botánico,
don Felipe Segundo
supo gastar setenta mil ducados,
¡para que luego aquel herbario único
se perdiera en la incuria y el polvo!
Porque el padre Moxó nos asegura
que no fue culpa del incendio
que en el siglo décimo séptimo
aconteció en El Escorial.)
Con la paciencia muda de la hormiga,
los indios van juntando sobre el suelo
la yerbecita en haces
—perfectos en su ciencia natural.
*Fotografia principal: Archivo Más de México