En los comienzos de toda cultura hay un laberinto. El tiempo, el movimiento, los destinos, la catarsis, la filosofía, el cause del viento y todo lo desconocido pueden ser uno. Estos diagramas salieron de la mente humana desde hace tiempo, y desde las culturas primigenias se fueron propagando como un símbolo. La necesidad de tallar uno, de expresar la complejidad del universo del hombre y volverle palpable, se refleja en cada bella encrucijada que se ha labrado, erigido o pintado a través de los tiempos, y que todavía resuena dentro de la historia de prácticamente todas las culturas del mundo. Para México la idea del laberinto no es un emblema desconocido. Es un instrumento de culto animista; cósmico, escatológico, infinito. El laberinto antiguo mexicano –si es que existió alguna vez la idea de éste como tal– está representado en innumerables formas que explican no una encrucijada sin salida, sino la inevitable reproducción de la existencia y sus varios caminos. Diría Borges –ya adentrado en La Araucana– un laberinto de laberintos; uno creciente que abarca el pasado y porvenir y que implica de algún modo los astros.
El laberinto mexicano bien puede ser la piedra del Sol –de filosofía todavía más antigua que el propio mexica– que traduce la travesía de los días y en su centro ubica la energía más épica, la del Sol. Podría encontrase uno en la trampa de lazos para alcanzar al venado azul que es el Niérika, instrumento de la cultura wixárika con más de un camino o significado. Lo encontraríamos acaso en sus manuales del tiempo, que expresan origen y porvenir y que prácticamente fueron capaces de vislumbrar los destinos, de resolver pequeños laberintos; en el quinconce, la geometría de los cuatro elementos y un centro que utilizaron la mayoría de culturas para fraccionar su arquitectura; en la cosmovisión de la vida y la muerte, y esos cuatro destinos a donde van a parar los espíritus una vez despojados de su materia –aunque muy probablemente el laberinto solo sea el Mictlán y sus estados de conciencia–, pero más importante aún, en Nahui-Ollin, el quinto Sol o Sol de movimiento, ese símbolo transfinito y épico de la antigüedad y actualidad que proyecta movimiento cíclico o, dicho de otra forma, un eterno retorno. Lo que mucho sorprende del laberinto mexicano es el hecho de que no se mira como un diagrama mental de complejidad para el hombre, al contrario, se señala en todas partes y en cada detalle, como una viva representación de la realidad –a pequeñas y grandes escalas–, y se repite constantemente en un intento de plasmar la verdad de las cosas, pues la búsqueda de ésta ya es inútil, el hombre americano la conoce y la comparte al mundo.
Pero, más allá de los múltiples significados azarosos que se puedan conjeturar con ellos, los laberintos han dotado al mundo de inexplicables y estéticos diseños gráficos, arquitectónicos y literarios. En México existe cierta inquietud por plasmar símbolos laberínticos en piedra, artesanías, telas y demás.
Aunque la fabricación del laberinto como se conoce hoy no es propia de América, también se hayan algunas piezas arquitectónicas laberínticas con muchos años de vida, como es el caso de la zona arqueológica de Paquimé, en Chihuahua, una comunidad que desarrolló viviendas semisubterráneas a manera de encrucijada. El mismo camino al inframundo reproducido en las penumbras de Teotihuacán pudo haber fungido como una especie de laberinto.
Tal vez nada llame más nuestra atención que un laberinto y todavía no estemos conscientes de ello. Pero, nada de lo que llama nuestra atención puede estar libre de una explicación. Por eso es que algunos hombres y mujeres se han dado a la tarea de facilitar la reproducción del pensamiento mexicano en torno a estos fascinantes diagramas. Y, como todo gran laberinto, estos textos están fabricados para que uno se pierda y se pueda encontrar. En breve unos ejemplos:
Amor es más laberinto / Sor Juana Inés de la Cruz
…Sin duda, como este alcázar,
empezando en un palacio,
en un laberinto acaba
de tan intrincadas vueltas
y entretejidas lazadas
que el discurso las ignora
aunque las toque la planta,
pues jamás ha entrado a verlas
atención tan desvelada
a quien no turben las señas
de sus indistintas cuadras,
porque con tal artificio
las dispuso aquella sabia
industria de su arquitecto,
que, unas con otras trabadas,
son unas, y otras parecen;
son iguales, y son varias
–prueba de esta verdad sea
el que, sirviendo su estancia
de triste prisión, adonde
de tu padre la venganza
a los atenienses pone,
para que de sangre humana
se alimente el Minotauro,
monstruo de formas contrarias,
no tiene más puerta que
su dificultad, por guarda– (…)
Dédalo / Jaime Torres Bodet
Enterrado vivo
en un infinito
dédalo de espejos,
me oigo, me sigo,
me busco en el liso
muro del silencio.
Pero no me encuentro.
Palpo, escucho, miro.
Por todos los ecos
de este laberinto,
un acento mío
está pretendiendo
llegar a mi oído.
Pero no lo advierto.
Alguien está preso
aquí, en este frío
lúcido recinto,
dédalo de espejos…
Alguien, al que imito.
Si se va, me alejo.
Si regresa, vuelvo.
Si se duerme, sueño.
«¿Eres tú?», me digo…
Pero no contesto.
Perseguido, herido
por el mismo acento
-que no sé si es mío-
contra el eco mismo
del mismo recuerdo
en este infinito
dédalo de espejos
enterrado vivo.
El Laberinto de la soledad / Octavio Paz
LA SOLEDAD, el sentirse y el saberse solo, desprendido del mundo y ajeno a sí mismo, separado de sí, no es característica exclusiva del mexicano. Todos los hombres, en algún momento de su vida, se sienten solos; y más: todos los hombres están solos. Vivir, es separarnos del que fuimos para internarnos en el que vamos a ser, futuro extraño siempre. La soledad es el fondo último de la condición humana. El hombre es el único ser que se siente solo y el único que es búsqueda de otro. Su naturaleza —si se puede hablar de naturaleza al referirse al hombre, el ser que, precisamente, se ha inventado a sí mismo al decirle “no” a la naturaleza— consiste en un aspirar a realizarse en otro. El hombre es nostalgia y búsqueda de comunión. Por eso cada vez que se siente a sí mismo se siente como carencia de otro, como soledad. Uno con el mundo que lo rodea, el feto es vida pura y en bruto, fluir ignorante de sí. Al nacer, rompemos los lazos que nos unen a la vida ciega que vivimos en el vientre materno, en donde no hay pausa entre deseo y satisfacción. Nuestra sensación de vivir se expresa como separación y ruptura, desamparo, caída en un ámbito hostil o extraño. A medida que crecemos esa primitiva sensación se transforma en sentimiento de soledad. Y más tarde, en conciencia: estamos condenados a vivir solos, pero también lo estamos a traspasar nuestra soledad y a rehacer los lazos que en un pasado paradisíaco nos unían a la vida. Todos nuestros esfuerzos tienden a abolir la soledad. Así, sentirse solos posee un doble significado: por una parte consiste en tener conciencia de sí; por la otra, en un deseo de salir de sí. La soledad, que es la condición misma de nuestra vida, se nos aparece como una prueba y una purgación, a cuyo término angustia e ines- tabilidad desaparecerán. La plenitud, la reunión, que es reposo y dicha, concordancia con el mundo, nos esperan al fin del laberinto de la soledad.
*Imagen: laberinto zulú – Más de MX