Cinco placas tectónicas erigen los suelos mexicanos, e inevitablemente son parte de su magia natural. Estás placas son las responsables de que México sea un país de incontables sismos, la fuerza de la tierra. Tan sólo en los últimos 12 años, el Servicio Sismológico Nacional ha reportado más de 15 mil mayores a 3.4 grados Richter.
En algunos sitios del país este fenómeno suele impactar en menor grado. Pero en zonas donde es mayor la cercanía con las placas —como Guerrero, Chiapas y Oaxaca—, los estragos han probado ser devastadores. Precisamente fue en Oaxaca donde el director ruso Sergei Eisenstein, fue espectador de uno de los sismos más catastróficos del estado. En enero el año 1931, el director se encontraba grabando escenas para su película ¡Qué viva México!, cuando de pronto un sismo con epicentro en Loxicha, de 7.8 grados, llegó y penetró hasta la ciudad, destruyendo todo a su paso durante 3 prolongados minutos.
Pocos saben de este casual registro que hizo Sergei de aquel terrible suceso. El sismo derruyó casas de adobe, mansiones, comercios y edificios de gobierno por igual, y se dice que murieron más de 10 mil personas. La tragedia además causó hambruna, cólera y miseria, así como la consecuente migración de muchos oaxaqueños a diferentes ciudades del país, especialmente a la Ciudad de México.
Una narración visual de aquella manifestación de la tierra fue rescatada por este amante de nuestra cultura, uno de los mejores cineastas de la historia. Sergei M. Eisenstein vivió —y nos mostró— un México profundo, insospechado, que a favor de la memoria, colaboró con este sencillo cortometraje para legarlo a la historia como una franca huella del desastre.