Seguramente has escuchado la tonadita de la "Ley del monte", en la potente voz de Vicente Fernández. Tal vez no la conoces por ese nombre o no te acuerdes; pero al leer "Grabé en la penca de un maguey tu nombre", te viene a la cabeza, como un rayo iluminador y nostálgico.
Sin duda un clásico del despecho, esta canción debe haber acompañado a corazones rotos a lo largo y ancho de este país, por lo menos desde que la empezó a cantar don Chente. Compuesta por José Ángel Espinoza "Ferrusquilla" es un fragmento palpitante de lo que fue el cine de oro mexicano.
De hecho, la película protagonizada por Fernández en 1976 tomó su nombre de la canción. Ambas, pieza musical y filme, son mucho más simbólicas de lo que parece. Tal vez eso explica que la letra y la tonada están aún profundamente grabadas en el imaginario de muchos mexicanos.
Y es que, aunque la canción nos parezca simplemente un himno de cantina, se guarda un significado curioso y doloroso. Con un poco de atención, casi podríamos decir que es una respuesta valiosa a la pregunta ¿cómo aman los mexicanos? El secreto está en indagar en lo que implica la llamada "Ley del monte".
Se dice, popularmente, que esta premisa nació en la Revolución mexicana y afirma que cuando hay una disputa sobre la tierra o el derecho a la misma, la ley siempre favorece a los poderosos: nunca es imparcial. Era precisamente esta arbitrariedad, esta injusticia, la que inspiró al movimiento que sostiene (aún hoy) la frase: "la tierra volverá a quienes la trabajan con sus manos".
La película nos cuenta la historia de Maclovio y Soledad, quienes se han jurado amor eterno, pero terminan separados por asuntos irreconciliables, casi todos ligados a la posesión de la tierra. Maclovio y su padre apoyan la causa revolucionaria, mientras que el padre de Soledad está parado del otro lado. Un drama para todas las épocas, pues, desafortunadamente, la lucha por la tierra en México sigue vigente.
Y aquí no tenemos una reducción al clásico romance telenovelesco entre pobres y ricos que, a diferencia de esta película, suele acabar bien. Tanto en la canción, como en la película, la mujer es de alguna manera, metáfora del territorio. Y si bien la metáfora podría parecernos machistas, se vale desligarse brevemente de nuestras posturas para apreciar cómo un sujeto ama su tierra, como ama a su pareja, a su compañero o compañera.
A propósito del cine, hay un ejemplo curioso de esta sensación en la película Viva Zapata! (1952) protagonizada por Marlon Brando, cuando un hombre es aprehendido por las autoridades, por haberse metido a una tierra que le fue arrebata, con la intención de seguirla cuidando. Uno de los personajes dice: "Mi padre hace la misma cosa, aún piensa que esa es su tierra", otro contesta: "Necio, eso es lo que es." Al final se concluye: "No, no es necio. La tierra es como una mujer. Vives con ella toda tu vida, es difícil comprender que ya no es tuya."
No es insensato decirlo: es una necesidad absoluta mantener vivos los vínculos estrechos con esas cosas que amamos; nos urge mantener vivas las historias. Por eso grabamos la penca del maguey con los nombres, para que la planta los porte como cicatriz; marca infinita que narra lo que alguna vez pasó en el monte.
Es denunciable, tal vez necio y, al mismo tiempo, profundamente complejo; es decir, solicita ser analizado. ¿A quién no le duele perder el vínculo con lo que ama? ¿O encontrarse con la conclusión de que, en realidad, siempre se está solo? El despecho es tan ardiente como la pasión. Y a veces lo es tanto que enciende revoluciones.
Aún nos guardamos la costumbre de grabar mensajes de amor en esta planta. Y la asociación no puede ser casual. El maguey ha sido ligado desde tiempos prehispánicos a la fertilidad, punto que sin duda los conceptos de tierra, mujer, sexualidad y maternidad tienen en común. Además está impresa en el maguey la imagen erótica de un encuentro fugaz en el campo; el acto de consumar deseo en esa tierra también deseada.
Es definitivamente complejo amar en un país (y en un mundo) donde la frustración es constante; donde el deseo de vincularse, de consolidar territorio, es combustible que se quema en el despecho. Pero parece que nuestra fortaleza se erige en las promesas, en las inscripciones profundas, los nombres entrelazados, como una prueba ante la "Ley del monte", de que allí estuvimos, enamorados.
*Imágenes: Raúl Campos