Era el principio de los años cuarenta. En el pedregal, en un terreno que rodea el pueblo de San Pablo Tepetlapa, nació una idea entre los pasos de un hombre. Era más bien una visión que condensaba toda su trayectoria, una utopía: la Ciudad de las Artes de Diego Rivera. No de la manera más evidente, aunque con su grado de sugerencia, este proyecto –que se finalizó 64 años después de la muerte del artista— invita a diseccionar una de las manifestaciones de la naturaleza humana; a ese latido que ha hecho de la perfección un modelo de vida y encuentra una casa fértil, justamente, bajo el concepto de lo utópico.
El muralista mexicano había adquirido ese pedazo de tierra junto con Frida Kahlo con el fin de hacer una granja, pero en 1941 comenzó ahí la construcción de su profética ambición. Un lugar para incubar el futuro de la creatividad, tejer un puente entre el mundo prehispánico y el arte moderno, y forjar una alternativa de vida para las juventudes de la nación. Entre 1945 y 1950, Rivera escribió que la Ciudad de las Artes enlazaría "al artista de escuela y academia con el alfarero, con el tejedor, con el cestero, con el cantero, con todo lo que sea pura y alta expresión del pueblo de México". Este proyecto –en papel– conjugaba varias plazas y edificios multipropósito. Pero entre líneas, quizá escapando el acto consciente del creador, diseñaba minuciosamente un legado: dejar impresa su persona no solo en una obra pictórica, sino en un espacio vivo (y reproducible).
El punto de anclaje de la Ciudad de las Artes
Las utopías pecan de ingenuas. En el mejor de los casos, por el pulso genuino de que, a pesar de todo, las cosas pueden ser diferentes, mejores. Pero existe por supuesto una sombra –como lo hay en todo– que conjura una realidad similar a quien la imagina, que se hace a su imagen. Como un atisbo de soberbia que cree entender las cosas y controlarlo todo. Estas dos fuerzas, sin embargo, corren en paralelo porque las une un mismo ideal: la perfección. Y ahí, rodeada de una sociedad imperfecta, la utopía es, entonces, un código incompatible con el misterioso programa que mueve las voluntades humanas.
Sin duda la apuesta de Rivera no fue cercanamente tan descabellada como la que posiblemente le sirvió de inspiración; Olinka, según el curador Cuahutémoc Medina, fue la exclusiva ciudad que imaginó Dr. Atl para, entre otras cosas, cimentar un avance evolutivo. (¿Misión humilde, cierto?). Imaginar lo que no existe –ya sea la más mínima alternativa– requiere, sin embargo, de un cierto grado de valentía. Eso no puede dejar de reconocerse e incluso celebrarse. El asunto es que hay muchas formas de hacerlo. Quizá no fue la intención con la que creó el término, pero Tomás Moro dejó en claro que la utopía es un "no lugar", como si supiera que todo lo que se concibe bajo ese concepto vive solo hasta el momento en el que se materializa por completo. Y la Ciudad de las Artes es peculiar en ese sentido.
El Museo Anahuacalli
El romántico lazo con el mundo prehispánico de Diego Rivera se desborda entre sus temas pictóricos. La manifestación menos conocida de ese vínculo se puede apreciar en la abundante colección de piezas que inició en los años 20, tras su regreso de Europa, y que encontró un obvio espacio de exhibición en la Ciudad de las Artes. Los 2,000 objetos de arte prehispánico se instalarían en el Museo Anahuacalli. Esta joya de la corona pretendía ser una pieza en sí misma; viva, también, pues Rivera visionó ahí una especie de centro comunitario. Sin embargo el artista murió en 1957, antes de que se completaran los planes de este primer proyecto.
El sueño pasó a manos de terceros. Ruth Rivera Marín, junto con el arquitecto Juan O’Gorman y el poeta Carlos Pellicer, trabajó para dar continuidad al proyecto de su padre. El Museo Anahuacalli, que en náhuatl significa "casa rodeada de agua", se inauguró en 1964. Años más tarde los arquitectos Mauricio y Manuel Rocha retomaron el proyecto para finalizar, con ajustes, la Ciudad de las Artes de Rivera. Hoy está abierto al público y vale la pena visitar el espacio.
Una apuesta protópica, remixeada
La Ciudad de las Artes fue la utopía de Diego Rivera que no alcanzó a ver nacer. ¿Qué debería, entonces, reemplazar el concepto de lo utópico en este caso (y quizá otros)? Circula un neologismo que bien podría ocupar su lugar: la protopía. Para el futurista Kevin Kelly se trata de un proceso que apuesta por la mejora y no la perfección; un estado donde se saque ventaja al día anterior. La idea de mejora viene también con una serie de cargas con las que había que lidiar o afinar: ¿mejor para quién(es) y comparado con qué?. Porque en su nombre el progreso se expande sin obstáculos.
La protopía "funciona" si se entiende como un proceso que dialoga con su entorno y es flexible en la medida en la que eso sucede. Puede ser una palabra incluso bella cuando el horizonte enuncia la completud — donde se incorporan y no se rechazan las sombras de la existencia– y se desplaza el ideal de lo perfecto.
La Ciudad de las Artes es la protopía que Rivera creó sin querer. Poco importa lo que eso implica, definirlo sería poco acertado. En todo caso digamos, simplemente, que es un espacio que invita. ¿A qué precisamente? Pensar que hay apuestas que todavía valen la pena.