Diálogo con Mariana Solorzano
* "Repensando México, desde Oaxaca" es una serie de entrevistas que compila voces y perspectivas sobre el país, y sobre la vida, provenientes del estado. Se trata, simplemente, de enriquecer el vasto imaginario que confluye en el territorio mexicano.
Cuenta la gente que, en la comunidad de San Pedro Comitancillo, en el Istmo de Tehuantepec, Oaxaca, todas las mañanas (antes de que salga el sol) circula un espíritu joven y comprometido con su comunidad, que está enamorado de vivir en su comunidad y hacer la vida ahí. Es una mujer apasionada de su tierra.
Mariana Solorzano Cruz se define como nieta de Lola Fren e hija de Naelia. Comparte que la gente tiene distintas versiones y visiones de su persona. Algunos en el pueblo dirán que es activista sobre temas culturales, los derechos de las mujeres, el respeto, la radio comunitaria, la comunalidad y la defensa del territorio. Así dice que la ubican en su pueblo, como una joven loquilla. Actualmente, colabora en el Centro Autónomo Comunal Universitario Ndaniguia como parte de la Universidad Autónoma Comunal de Oaxaca.
El arte del encuentro y el reconocimiento del otro
¿Qué es lo que Mariana recuerda de su niñez?
Crecer y vivir mi infancia en San Pedro Comitancillo ha sido muy importante. A través de los años he visto el paso de mi comunidad con mis propios ojos, he visto su transformación. Me ha impactado desde pequeña ver los cambios políticos, sociales y naturales de mi pueblo. Me sorprenden un montón de cosas todo el tiempo, pero en especial el impacto visual entorno a la naturaleza. De niña me recuerdo mirando los árboles, el cerro del indio dormido o la garza; cómo se morían unos árboles y nacían otros. A veces pienso cómo ha cambiado el tiempo, porque soy observadora de mi comunidad.
Mis abuelos me enseñaron a leer el tiempo, las nubes y a observar. Ellos eran buenos observadores del tiempo. Guiaban su vida mirando el cielo. Mis abuelos y toda su generación con la que crecí, marcaron mi vida de manera importante; gente que acaba de fallecer entre los 90 y 100 años. Es una generación especial la que se está falleciendo.
El “hacer gente” de mis abuelos
Ellos, junto con mi madre, me enseñaron a "hacer gente", por medio del contacto comunitario. Así es como te hacías amiga de los amigos de los abuelos, así te ubicaban en el pueblo. Es una generación que extraño y que me está tocando ver morir. Desde que naces aquí, tu familia te va socializando y una forma de socializar es hacer gente. Implica, primero, que ubiquen quién eres y, luego, que haya una relación respetuosa. Si pasaba por una calle 3 veces, 3 veces tenías que saludar a toda la gente: buenos días, buenas tardes, buenas noches. Así haces gente y es como se refuerza el hacer gente en los mandados, en las cuadras. Es una relación de intercambio y de prácticas. Mis abuelos intercambiaban el maíz por cuartillo y el totomoxtle para los tamales. Ellos me mandaban a intercambiar al molino por los totopos, a la tienda, me enviaban a dejar tamales, a dejar memelas, a compartir y eso me hacía gente. Ese compartir sostenía la vida en la comunidad. Luego venían las fiestas. Cuando mi abuela hacía una fiesta, iban todos los vecinos y toda la gente con la que ellos habían hecho gente, era una vinculación concreta con otros.
Mis abuelos tenían esta cosa de explicar todo, la gente sabía de ti porque lo compartías y así era como veían quién eres, así te conocían. Se vuelve un vínculo vecinal, familiar y comunitario porque en las fiestas es donde se refuerza, ahí se ve el poder de hacer gente. Cuando no hay gente ayudando en tu casa, es porque no haces gente, no compartes. Quiere decir que no estás en el pueblo, que fallaste. Pero de todas maneras te mandan tus tamales, entre las personas, nos motivamos para hacer gente. Esa es la generación que está muriendo.
¿Cómo recuerdas tu relación con la tierra y los alimentos en tu niñez?
Me acuerdo de que en la casa todo era funcional, todo lo que habitaba ese espacio tenía un quehacer; es decir, mis abuelos tenían cultivados un montón de árboles y tenían que estar siempre cuidados, mis primos hacían berrinche por barrer todas las hojas o por cortar todas las flores de guiechachi que vendían mis abuelas. Era un trabajazo.
Para la alimentación, tenían un traspatio y ahí tenían siempre lo que se hacía para la comida. Entonces, si necesitábamos epazote íbamos y lo cortábamos, pero también todo lo demás que habitaba ahí como gallinas, patos, guajolotes y las mancuernas de mis abuelos. Hasta los perros tenían una función, todos eran tratados con respeto. Por ejemplo, no se humanizaba a los perros o gatos, se trataba como una relación de tú a tú y tenía su función. Si algo no funcionaba se iba, criabas los animales que ibas a comer y, a veces, era fuerte. Siempre que desgranábamos o cuando limpiábamos las cosechas, teníamos que recoger cada semilla, no barrerlas, sino recogerlas con la mano, una a una. Mi abuela decía que eran un ente vivo y no se les podía tratar de manera grosera.
Algo que me marcó en esa pequeña comunidad que era mi casa —porque eran 11 tíos y un montón de nietos—, era el respeto como algo fundamental para que las cosas funcionaran; desde la planta de epazote, hasta la mancuerna con la que mi abuelo se iba sembrar su terreno. En la actualidad hay un cambio de todo esto, estamos en un momento muy especial en el Istmo y en mi comunidad, para la región y para el estado de Oaxaca también. La generación de mis abuelos tenía un vínculo muy especial hacia las prácticas ancestrales y vivenciales que han sostenido un ritmo de vida. Entre la generación de mis abuelos y la mía hay una fractura que posiblemente es la de mis papás, porque a mis padres les obligaron a dejar de hablar el zapoteco. Lo hablaban pero a escondidas y bajito, porque fue una época muy represiva. Yo he visto cómo ese impacto se ha dado a través de la educación y toda esta idea que nos ha invadido; una visión ajena, una práctica colonialista, una visión progresista y desarrollista que ha llegado y penetrado en la comunidad. Yo pienso que no es que lo permitieran mis abuelos, sino que los obligaron. Ellos, intentando dar la vuelta a esto, insistieron que tenía que haber un equilibrio. Si la comunidad te daba, tu tenías que regresar a la comunidad. Lo que se fue debilitando fue la forma de hacer gente. La generación de mis padres fue obligada a salir de la comunidad.
Yo no creo que mis abuelos no se hayan dado cuenta, sino que han sido observadores de cómo cambia el tiempo, pero de cierta manera con manos atadas. Entre los años 40, 50 y 60, hubo muchos proyectos desarrollistas en el Istmo. Desde ese entonces, por aquí pasan las vías del ferrocarril. Todavía me acuerdo de que mi abuelo me contaba que iban a cortar cañas y las metían en los vagones, muchas cargas de vagones, incluyendo maíz. Su vida se empezó a regir con más fuerza por la moneda para mandar a sus 11 hijos a la escuela, trabajaba muchísimo. En Comitancillo estamos dependiendo de un hilo, entre lo comunitario y lo que se está convirtiendo en otra cosa, pero también hay una esperanza. Lo que a veces falta es tiempo para que la gente lo reflexione.
Un tiempo sin reloj
¿Cómo se vive el tiempo en Comitancillo?
Me encanta hablar del tiempo en comunidad porque, para empezar, no podemos hablar de que hay un calendario como tal, como este que seguimos donde diario hay un santo. Tampoco se puede medir con las manecillas del reloj. En el Istmo y en mi comunidad el tiempo se mide con el clima. Como hace mucho calor, tu tienes actividades antes de que el sol te gane. No es que compitas con el sol, sino simplemente te levantas desde las 4 o 5 de la mañana, porque a esa hora el tiempo es bueno para trabajar: está fresco, riegas, siembras. Ir al campo no significa que te quedes 8 horas como en el horario laboral, vas a trabajar un rato y luego, antes de que se levante el sol, va la gente a desayunar a la casa. En ese momento hace actividades como desgranar el maíz, limpiar el frijol o cuidar las plantas en la casa y hacer la comida. La gente está en su casa porque ya trabajó temprano. Cuando el sol se pone fijo es la hora del pozol o de la bebida fresca. Es buena hora para las flores porque les quema la esencia, es buena hora para cocinar porque sale en su punto el frijol. Hay suficiente calor y la leña arde fuerte.
Luego llega la hora del almuerzo y la comida, cuando el sol empieza a bajar. No es que el pueblo esté muerto, es que está haciendo vida adentro. Ya hacia la tarde la gente empieza a salir y vuelve a ir al campo, hace actividades dentro del pueblo. Ya cuando se va ocultando el sol, empieza la noche y hay otras posibilidades. Hay muchos tiempos en el Istmo que no se miden con reloj, como tal. Por momentos desaparecen los días, las semanas, más bien lo importantísimo de la vinculación con el tiempo del clima. Muchas personas al tiempo le llaman clima. La gente no pregunta la hora si no ve el clima. No luchamos, convivimos con el sol y el viento.
La resistencia como forma de vida
Para Mariana, ¿qué representa la palabra "lucha" y cómo se vive en el Istmo?
La palabra "lucha", la vinculo con la palabra reto. En zapoteco diría chahui chahui, que significa despacito. La lucha se hace todos los días porque está ligada al movimiento. Cada vez que nos movemos, es un reto por conseguir hacer la vida, por compartir, por vivir. Y ese reto, en la sabiduría nuestra, es despacito. La lucha es lenta, pero segura. La gente es calmada por eso. Sí, se enardecen cuando hay algo que le impacta, pero por lo regular su lema es ser "hospitalario y amigo".
De repente a los jóvenes nos entra una prisa desmedida. A mí de repente me entra esa prisa pero, justo cuando me detengo a andar por el pueblo y hacer mis mandados, me permito entender que aquí el tiempo transcurre de otra manera y no lo puedo forzar, porque la gente reacciona. La gente se da cuenta cuando tú ya no estás aquí; aunque seas de aquí, tú ya no estás aquí. Si regresas con otro ritmo rápido la gente se da cuenta. Y si no respetas ese ritmo, la gente puede ser dura. Es la lucha cotidiana de la vida, la lucha para no morir.
Cuando pienso en la lucha de la comunidad, se me viene a la mente esta pregunta en zapoteco: "¿Pa’ra’ xhee niza?", que significa "¿a dónde se fue el agua?" Nuestra lucha más reciente inicia en los años 50, pero realmente ha llevado mucho tiempo y no ha terminado. Hay un conflicto histórico por el agua y por los manantiales. En algún momento hubo un proyecto para cosechar arroz y cortar caña como lo hizo mi abuelo; eso erosionó mucho la tierra. Pero todavía hay tierras fértiles que han descansado muchos años. En la región está la presa Benito Juárez y la refinería en Salina Cruz, proyectos que han estado al margen de las comunidades, porque no funcionan para beneficio de las mismas. Entonces, pierden impacto y fuerza, se debilitan con el tiempo. Pero lo que siempre hay es la visión antagonista de las empresas por querer sacar algo, una extracción violenta. El Istmo para alguien que no lo vive aquí podría ser violento, pero quienes vivimos aquí aprendemos a convivir con respeto.
A mí me tocó vivir lo que pasó recientemente entre 2017-2018 con la fábrica de aspas de las eólicas. Ahí hubo una reacción violenta porque no consultaron a la comunidad y quisieron corromper a las autoridades. Pero no lograron corromper a la comunidad, porque tenía que haber una consulta consensuada. La explotación laboral que sufren las personas que trabajan con las eólicas es impresionante y el impacto económico no se ve reflejado en el pueblo. Sólo se ve reflejado negativamente por el poder de adquisición de todos los productos industrializados que afectan la salud. Nos han debilitado en nuestra alimentación y en nuestra organización, en nuestra calma. Nos tienen en modo terremoto, ataque por muchas partes. Hay una invasión de una visión que es corrupta y patriarcal; la mayor parte la deciden los hombres.
El Istmo tiene una historia bastante interesante de luchas, porque constantemente ha sido codiciado por su clima. Pareciera que la gente del Istmo es accesible, pero en realidad es compleja. La geografía y el clima de la localidad la hace un poco hostil, si es que no entiendes el tiempo. El Istmo no es fácil de penetrar, porque muchas personas no entienden cómo es esta relación con la gente, ni cómo funciona el clima para hacer vida aquí.
El proyecto Transístmico es el proyecto más ambicioso desde hace varias generaciones. Mi abuela siempre me decía: "un día van a querer partir el Istmo", pero no entendíamos por qué. Ahora lo entiendo. Lo vinculo inclusive al terremoto y a la violencia, porque el Istmo ha sido de difícil acceso por su complejidad. La gente parece que está de tu lado cuando eres externo, pero se mueve con su interés de hacer vida comunitaria. El tren interoceánico representa la industrialización de una región y es el portón para darle entrada a todo el estado de Oaxaca. No es culpa de los istmeños, es una responsabilidad de todos los que habitamos el estado. Todo el proyecto implica una presión internacional muy fuerte donde se pasan a las comunidades por alto; hay una negociación con los poderes del estado. No hay suficiente información pero apenas les afecten sus mercados locales, la gente se va a prender.
¿Cómo se vive en el Istmo como mujer?
Para mostrar fortaleza como mujer no se pide permiso a nadie, es algo que se ve y se palpa. Tiene mucho que ver con una práctica y una indumentaria. La fuerza nos la da una práctica de hacer y sostener la vida en las casas. Lo que pasa es que el poder del territorio está en manos de los hombres, y eso es una clave para entender por qué las mujeres seguimos siendo violentadas en el Istmo. Es la invasión de una visión patriarcal de querer seguir viendo a las mujeres como una fuerza de trabajo y, también, como una visión romántica de sólo hacer familia. Entonces, tienes mujeres muy fuertes pero dominadas. En muchos casos no se les permite tener acceso al territorio como tal o a las decisiones sobre el territorio. Aquí las mujeres nos movemos hábilmente con el chisme. Es un arma impresionante para movilización de cosas, pero lo que no hay son estructuras que nos permitan demostrar esa fortaleza en los espacios decisivos.
A las mujeres jóvenes o participativas como yo nos juzgan. Tenemos que demostrar tres veces más la fuerza que podemos tener sin un hombre, sin tierras y sin una voz en los espacios de asambleas. Hay concesiones del territorio comunal, pero no hay una práctica que involucre más a las mujeres. También hay diferencias fisiológicas entre los hombres y las mujeres que hay que considerar.
Para Mariana, ¿qué representan los 500 años de la caída de Tenochtitlán?
La Lucha continúa desde hace 500 años. Va chawi chawi, va despacio, porque ahora en mi región tenemos una invasión de empresas eólicas españolas con una visión industrial capitalista e intereses internacionales. Es una invasión de países con intereses concretos para pasar sobre nosotros. La lucha sigue.
Pero a su vez estos 500 años también representan una posibilidad reinventarnos; reinventar la historia de conquista, colonización, invasión, despojo y muerte. Es la posibilidad de darle la vuelta a la historia, sin responder con las mismas armas con las que nos han invadido. Por eso, esta lucha ha sido en diferentes espacios. Ahí están los zapatistas diciéndonos "luchen en sus trincheras", ahí están las comunidades de Oaxaca, luchando por mantener un sistema normativo interno que funcione en contra de un sistema impuesto por partidos; un sistema electoral de organización contra el que nos resistimos, porque no cabe en nuestra forma de vida. Esa no es la forma de hacer gente, de hacer vida.
Existe una historia oficial que se trata de imponer. Recuerdo que me impactaba cuando hablaban de la noche triste, recuerdo que decía "¿por qué chingaos es triste si los que ganamos fuimos nosotros? Triste para ellos, Dios da y Dios quita". La que me gusta es la historia como la aprendí de mis abuelos, que era oral. No había nada escrito y cambiaba constantemente; es decir, si escuchabas la historia de tu abuelo sobre el indio dormido, tenía muchas versiones y no dejaba de contar las diferentes versiones. Lo que hace falta es contar la historia, la otra historia, y seguir contándola. No importa que tengan diferentes versiones porque, como siempre decían mis abuelos, lo importante de las historias eran los principios de hacer comunidad. Se trata de vivir tranquilos como antes, cuando este caos, este ruido, todavía no había invadido al Istmo.
Hago un ejercicio retrospectivo de mi propia educación. Nací en el 96, entonces, había un momento diferente en mi generación con el uso del internet, la tecnología y el celular. Ahora estamos en un momento súper importante, me gusta pensarlo así porque me hace tener esperanzas en que mi generación no tenga que ser la que va a ceder el paso a los megaproyectos o la industrialización. Mis abuelos resistieron ante eso, igual la de mi mamá y, ahora, le toca a la mía. Una fórmula es no ponernos de pechito, ser creativos en el formarnos y esto tiene que ver con la educación. Lamentablemente, una de las fuentes de donde nos hemos nutrido para destruir nuestra comunidad es la educación. A partir de ella hemos cambiado la forma de relacionarnos, la forma de entendernos, la forma de hacer gente.
Hay una forma que la institución educativa te enseña y hay otra que no se enseña. Por ejemplo, cómo hacer gente, que es una cosa que se vive y se practica. La educación es el arma más importante. No pensada desde cómo dar clases, sino como la posibilidad de entender qué estamos viviendo. Eso es lo formativo, es vivencial y eso es lo que se vuelve historia. La gente cuando me pregunta quién fue mi abuela, me hablan de su historia ligada a una práctica. Aquí queremos hacer una historia que sea viva, que sea oral, que sea escrita, que contrarreste la historia de despojo que tenemos sobre nosotros y que es un reto. Tenemos la fortaleza de que la cultura zapoteca está enraizada en una práctica distinta, pero que a su vez está pendiendo de un hilo. Tomando en cuenta que falleció mi abuelo y que ahora está falleciendo gente de su generación, cada vez que muere un anciano se muere la historia del pueblo. Es responsabilidad de los jóvenes recuperar esa historia a través de la práctica. No hay que hacerlo solos, sino de forma colectiva. Hay que reconstruir la historia juntos, que sea una práctica para hablar nuestra lengua y practicar los rituales. A donde vayamos hay que llevar a Comitancillo y hacer gente en cualquier lugar del mundo.
Reeducar a la mirada
¿Qué aporta Oaxaca al territorio mexicano?
Oaxaca aporta posibilidades y esperanzas al territorio mexicano, creo que Oaxaca es bien anarquista y me gusta definirlo así; da la posibilidad de reinventarnos. No quiero escucharme oaxaca-centrista pero, si suena así, ni modo. Quien vive en Oaxaca está feliz, somos muchos, y si fuera tan pobre y jodida la gente, como dicen ya muchos, nos habríamos ido al norte. Pero hay mucha gente que va al norte y regresa al pueblo, eso nunca lo ven. Tú puedes salir de Oaxaca, pero Oaxaca nunca sale de ti. Yo creo que Oaxaca es bien surrealista, difícilmente como pasa en otros lugares, y eso te da posibilidad de romper tus esquemas y romper tus ideas. Oaxaca te confronta a que aprendas a vivir en la comunidad. Si tú aprendes a convivir y a hacer gente, las posibilidades de reinventarse se abren. El estado tiene el encanto de que las dos Sierras Madres coinciden.
Está la insistencia de globalizar todo. Una amiga decía que a Oaxaca le falta ser cosmopolita y creo que era una gran tontería. Mientras otros se aferran a vivir como en otros lugares del mundo, otros nos aferramos a vivir en nuestra comunidad, de ahí el impacto que tuvo en nosotros la generación de mis abuelos. Hay varios mecanismos y experiencias en las diferentes comunidades en Oaxaca, encuentras experiencias diversas en todo el estado. Esa diversidad hace complejo y rico al estado, con muchas posibilidades que no se leen con lentes de otros lados, sólo con los de las propias comunidades.
Cada región y estado del país tiene que aprender a verse hacia adentro, para encontrar esas posibilidades. Este año que pasó fue de aprendizajes en muchos sentidos, hacen falta este tipo de pláticas que confirman que lo importante está en lo propio, y hay que fortalecerlo.
¿Con qué sueña Mariana? ¿Cuáles son sus esperanzas?
Yo sueño con tener una casa que funcione como funcionaba la de mis abuelos. Era sustentable y todo tenía una función. Mi idea de vivir bien es regresar a vivir como vivían mis abuelos, con una práctica comunitaria y real.
Me sigo preguntando ¿a dónde se fue el agua? La pérdida de los manantiales transformó mi comunidad. Entonces, sueño con que podamos recuperar el Comitancillo con su agua que es vida en este momento tan crucial que vivimos. Si recuperamos el agua, recuperamos la vida, el color; recuperamos ese pueblo que en zapoteco se llama Ndaniiguiaa, pueblo entre flores. Sueño con ver este pueblo entre flores.
Sobre Mariana Solorzano Cruz
Mariana es colaboradora del el “Centro Autónomo Comunal Universitario Ndaniguia”.
Conferencia de la activista zapoteca Mariana A. Solórzano Cruz, en el marco de la jornada de conferencias “Economía ecológica y ecofeminismos frente a la crisis climática”.
Participación de Mariana en el marco de la XVIII Sesión del Foro Permanente de las Naciones Unidas para las Cuestiones Indígenas (UNPFII18), que se celebró en Nueva York en el 2019. Como mujer zapoteca, integrante del Frente para la Defensa de la comunidad de San Pedro Comitancillo, Oaxaca, interviene en la sesión de "Trabajo Futuro", para compartir ante el pleno la importancia del trabajo comunal y la resistencia a los modos individualistas, característicos del sistema neoliberal en crisis.
Mariana opina sobre la "Consulta Indígena sobre los Lineamientos para el Otorgamiento de Concesiones" para radios comunitarias y de uso social indígena.
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