Históricamente México ha llamado la atención de las almas sensibles de los artistas. El sincretismo que se ha creado en esta país es magnético; no solo su excentricidad, también su más profunda y misteriosa significación.
Existe siempre conviviendo, aún hoy, un México profundo milenario con uno que busca ir hacia una modernidad que nunca llega enteramente. También se vive una colectividad leal a sus creencias y a sus arraigos.
Considerado como un genio de cine, el soviético Sergei Eisenstein quedó fascinado por el México pos revolucionario. Creador de una de las películas consideradas como mejores de todos los tiempos El Acorazado Potemkin; pionero y teórico en el uso de montajes para el cine, este también intelectual viajó a México entre 1930 y 1932 para hacer su proyecto cinematográfico más ambicioso ¡Que viva México! (cabe anotar el chusco capítulo de que él y su equipo fueron aprehendidos a su llegada).
Su proyecto estaba siendo fondeado por el novelista Upton Sinclair y Eisenstein llegó a rodar hasta 60000 m de película. Viajó por todo México y el material de esta época es considerado un tesoro internacional que incluso la Unión Soviética se obstinó en recuperar durante la Guerra Fría.
Aunque la película nunca fue terminada, en 1979 Grigori Aleksándrov, a partir de los storyboards originales de Eisenstein, compiló Da zdrávstvuyet Méksika! (¡Viva México!), una aproximación al montaje que éste planeaba.
La película, que es de alguna manera un patrimonio de la humanidad y reúne un sincretismo mexicano en uno de sus momentos más puros, antes de que la globalización irrumpiera con la fuerza de ahora, hace una compilación donde el punto de convergencia es siempre la fiesta, tan asociada a la cultura y el misterio mexicano.
En el filme primero son recreados los preparativos de una boda en Tehuantepec, Oaxaca (con una coreografía exquisita entre las tradicionales tehuanas), luego una fiesta brava de un talante muy españolizado. En medio de la película es escenificada una ficción de la tragedia de un campesino que sufre los abusos de autoridad de un México desigual; finalmente el Día de Muertos es una alusión exquisita a la manera en que el mexicano hasta de la muerte se burla.
Más allá de mostrar un frívolo folclor, Eisenstein exuda una admiración por un pueblo inclasificable, de algún modo incomprensible, cuya fiesta perenne es un recordatorio de que la vida puede ser abordada desde sus propias contradicciones, con la ligereza que se destila, precisamente, de su inevitable incertidumbre.