Antonin Artaud fue poeta, dramaturgo, loco y un incomprendido surrealista. Para antes de sus 24 años ya había sido internado en instituciones psiquiátricas por desequilibrios mentales, enfermedad, acaso, de la que habría de tomar impulso para publicar sus primeros poemas. Se unió al hueste surrealista y en 1928 fue expulsado por el mismo André Bretón, según se dice, por atreverse a señalar al marxismo como una vía de prostitución del arte y una contrariedad al origen anímico del movimiento.
Artaud fue decididamente un guerrero de su tiempo, no militar sino de carácter humanista. Un combatiente en pro de la rebeldía psíquica pura –el surrealismo–, a la que constante llamaba “inquietud del espíritu” y que no habría de encontrar en otro lugar sino en el vientre de la cultura mexicana.
México –y en especial la Sierra Tarahumara–, fue instrumento valioso para su filosofía orgánica. Dirigida sobretodo a políticos y jóvenes franceses, aquella hipótesis intentaba mostrar todo lo que el país podía ofrecerle a Europa: un nuevo humanismo. Uno más amable, más metafísico, más natural y más americano. Con una probable influencia directa desde el poema Yerbas del Tarahumara, de Alfonso Reyes (que tradujo al francés Valery Larbaud), Artaud descubre que esta nueva perspectiva de lo humano podía encontrarla en los mitos y ritos de las etnias mexicanas (parafraseándole, el mismo ritual atrae como consecuencia el ejercicio de la memoria sagrada, un recordatorio de nuestro propio origen).
El 7 de febrero de 1936 visita al fin México, con la premisa utópica pero no menos valiosa, de descolonizar al mundo de las ideas occidentales –ideas como la razón y su fruto: la desesperación contemporánea– con ayuda de las enseñanza indígena.
Si bien es cierto, el mexicano tiene en la mente bien impresa la imagen de sus antiguas formas de vida. Del empirismo milenario, esa relación poética entre el humano y su espacio (los elementos naturales, las plantas sagradas, el orden del universo) que persiste todavía en muchas comunidades indígenas e inclusive en algunas costumbres de quienes vivimos en las ciudades.
Siguiendo los consejos de Artaud, sólo despojándonos de la idea del progreso y la civilización maquinada (como lo que afirmaba, desarrolló Occidente) se puede acceder a ese “secreto” de cultura que cada civilización posee, un secreto que en el caso de México se lleva en la sangre, aunque de alguna manera, diluido bajo la semblanza de una conquista y la memoria de una Nueva España.
Retorno al empirismo: las plantas sagradas y los curanderos
En el libro México y viaje al país de Los Tarahumaras –que es una semblanza de dos de sus textos de viaje: México y Los Tarahumaras (1945)–, existen muchos pensamientos con gran fuerza. Se acentúan los destinados a la medicina antigua desarrollada a base de plantas; el propio Artaud define esta ciencia indígena como un "retorno al empirismo". Nos dice que las etnias latinas son quienes realmente profesan una cultura consciente al utilizar estas plantas sagradas para sanar. Y la compara fugazmente con la medicina "espagírica” europea, que en sus orígenes, en la Edad Media, fue emprendida por el alquimista suizo Paracelso.
De esta manera Artaud le remite una tarea épica a las futuras generaciones mexicanas; "al México moderno toca el empezar esta revolución", una verdadera reconciliación del hombre con la naturaleza:
El espíritu supersticioso de los hombres ha dado una forma religiosa a esos conocimientos profundos que hacían del hombre, si se puede aventurar el término, “el catalizador del universo"…Se trata, en suma, de resucitar la vieja idea sagrada, la gran idea del panteísmo pagano, bajo una forma, que, esta vez, ya no será religiosa, sino científica.
La montaña de los símbolos: la Sierra Tarahumara
En su viaje a la Sierra Tarahumara, Artaud descubre que aún en los años 30, existen culturas como la rarámuri, construida a base de símbolos. Toda ella como un admirable engranaje de simbología pintada, cincelada, esculpida en jade; creada para obedecer tal vez a la matemática “secreta” de todas las cosas. Y para su entrañable fascinación por el teatro, estos signos eran repetidos en cada uno de los ritos y danzas tradicionales de la etnia, cual la mitología griega con su dramaturgia:
Y los tarahumaras tienen como base de su pensamiento esas extrañas figuras y la sierra de los tarahumaras igualmente las lleva.
He visto repetirse veinte veces la misma roca proyectando en el suelo dos sombras; he visto la misma cabeza de animal devorando su propia figura. Y la roca tenía la forma de un pecho de mujer con dos senos perfectamente dibujados; he visto el mismo enorme signo fálico con tres piedras en la punta y cuatro agujeros sobre su cara externa y vi pasar, desde el principio, poco a poco, todas esas formas, a la realidad.
En la visión del autor, México era un escenario montañoso cuyos actores interpretaban experiencialmente la vida atroz de una cultura bajo el atropello de una conquista, haciendo visibles los sentimientos más humanos –un acto que había deseado lograr en su teoría del Teatro de la crueldad.
El secreto del peyote
Sabiendo lo de su desestabilidad mental, no sorprende que Artaud haya cruzado el Atlántico y llegado a México, además, para curarse por medio del ritual del peyote tarahumara. 28 días que parecían infinitos caminó a pie para llegar a la montaña y 12 incómodos días tuvo que esperar para ser curado. En esta etapa de su viaje, se encontró con un inesperado ritual que si bien no del todo entendería, aceptaría a ojos cerrados. La danza del peyote rarámuri es efectivamente una ceremonia compleja que no cualquiera se encuentra dispuesto a entender. Cargada de símbolos y vibraciones de la naturaleza, su curación constó, además de una extraña mezcla de peyote, de “diez cruces en el círculo y diez espejos. Tres hechiceros sobre una viga de madera. Cuatro sacerdotes (dos Machos y dos Hembras). El danzarín epiléptico y yo mismo, para quien se ejecutaba el rito.”
En su libro Les Tarahumaras, hay un profundo estudio del peyote. De la perspectiva tradicional y la espiritual científica, e inclusive la política-social, donde el autor nos advierte que los “mestizos” son quienes están en contra del peyote, de detonar los campos donde crece esta planta sagrada, porque es gracias a ella que los “indios rojos” no obedecen las políticas de estado.
Un último aspecto fascinante de la cosmovisión mexicana indígena de la que se apropió Artaud, fue la humildad. Aún en el frío, en el hambre, en el terror, en la nada misma, los tarahumaras se han reconocido por su excepcional resistencia, que en términos ascéticos, les ha ayudado a liberar una excepcional energía para ir en contra de toda razón modernista. Fruto de ello es que aún se les puede ver organizando sus tradicionales fiestas, con la pureza que ello implica.
Hoy más que nunca, conviene recordarnos algunas lecciones que Artaud, –un verdadero surrealista de su tiempo– nos dejó en su literatura de viajes. Reflexiones como porqué deberíamos optar por una revolución a partir de la involución. Una involución que oriente hacía el origen, que descolonice el pensamiento y lo devuelva a su naturaleza, porque lo que muchos hemos olvidado exponencialmente es esa cultura profunda que aún habita a la sombra de nuestras montañas; en líderes indígenas que apuestan por la pervivencia de su linaje, en la mirada de los niños raramuri superpuesta en el esperanzado mejor mundo, pero sobre todo en el ADN de culturas tan ancestrales como la mexicana.
Para finalizar, una bella canción rarámuri sobre la visita del legendario Antonin Artaud a México, interpretada por El Coro de Norogachi y escrita originalmente por Don Erasmo Palma:
*Imágenes: 1, 3, 5, 7) Archivo Más de México; 4) Raymonde Carasco