La relación que establecemos con el lugar donde vivimos –sea el pueblo, la colonia o el barrio– no siempre es fácil. A veces, lograr que prevalezca el sentido de pertenencia y las ganas de hacer comunidad, requiere que seamos muy tercos; sobre todo cuando el contexto que nos rodea es bastante desalentador.
Pero hay en los mexicanos un sentido de resiliencia –una deliciosa necedad– que siempre nos convoca a "estar mejor" y a buscar otros caminos. Esta energía, que distingue a nuestros paisanos, se deja ver profusamente Chicuarotes (2019), la nueva película dirigida por Gael García Bernal.
"Chicuarotes", palabra que se usa para definir una actitud "terca" o "necia", se utiliza también como el gentilicio para nombrar a los habitantes del barrio de San Gregorio Atlapulco, en la emblemática alcaldía de Xochimilco en la Ciudad de México.
Este barrio es el lugar donde toma lugar la historia del filme, que cuenta un episodio en la vida de "Cagalera" y "Moloteco", dos adolescentes que emprenden una búsqueda peculiar (pero que tristemente se repite entre muchos) para cambiar sus circunstancias. En el camino pondrán en cuestión todas las definiciones que los guían, especialmente la de "sueño" o "aspiración".
Xochimilco, donde se filmó esta película, tiene un aura mística y entrañable. Para quien no lo sepa, se trata de una zona al sur de la Ciudad de México que está repleta de tradiciones. Es también lugar que guarda conocimientos ancestrales ligados a la agricultura en chinampas.
Estos elementos clave para la identidad de la zona –destacando, por supuesto, al enigmático ajolote– son delicadamente retratados en la película y aparecen frente a los personajes como preciosos talismanes: objetos mágicos que podrían cambiar la realidad, si tan solo se permitieran escucharlos.
Como en otros barrios mexicanos, en San Gregorio hay fuertes dinámicas sociales (en muchos sentidos violentas) que ponen en riesgo la composición de la colectividad. Sin embargo, la belleza y la fuerza de la cultura y las tradiciones se manifiestan como promesa. Tal vez por eso, muchos en Xochimilco están tan profundamente enamorados de los ajolotes: los conciben como un digno representante de lo que son.
Pero los personajes de "Chicuarotes" habitan una tragedia personal: ajolotes, chinampas y antiguas tradiciones se les presentan como signos transparentes, no como fundamentos para cambiar de vida.
La dura propuesta audiovisual, mucho más que una invitación a la reflexión, se planta frente a uno como una exigencia de compromiso; no solo con la experiencia del filme, también con el contexto que está dibujando (inspirado en una de las múltiples aristas de la realidad mexicana) y, sobre todo, con uno mismo.
Aunque la conversación que abre "Chicuarotes" es una que genuinamente duele abordar, es urgente que se ponga en nuestras mesas. Es un regalo, en muchos sentidos, que una película tenga la capacidad de volver a sacudirnos.
Para muchos, el cine es un espacio frívolo, superficial, un momento para "desconectarnos"; pero es su capacidad de sumergirnos en la vida de otro –en su mundo– la que lo transforma en una herramienta que deberíamos aprovechar para conectarnos.
Si "Chicuarotes" abre preguntas sobre el estado de nuestra sociedad, tal vez sin ofrecer respuestas, es porque nos quiere recordar que solo desde la propia trinchera se puede construir un mundo mejor; un territorio donde todos vislumbremos la materialización de nuestras aspiraciones. Por eso verla es un compromiso: cuando vivas la historia que tiene para contar, no podrás quedarte de brazos cruzados.