Enclavado en la Sierra de Puebla se materializó un ensueño. Las cualidades oníricas de Cuetzalan del Progreso azoran incluso a los mexicanos que han tenido la fortuna de recorrer su país –uno que por cierto seguido se viste de imaginario.
Afirmar que México es un país que por naturaleza supera los límites de lo "real" es ciertamente un lugar común. Incontables son los rincones y situaciones que animan esta premisa, lo mismo que incontables son las voces que a lo largo de la historia lo han advertido –incluidos diversos próceres de lo "surreal", como Buñuel, Dalí, Carrington y el propio Bretón. Pero cuando uno se topa con este pueblo, con Cuetzalan, es casi imposible no recalcarlo una vez más. A fin de cuenta puede que el nuestro sea, ante todo, un país preciosamente inverosímil.
Calles empedradas, laberintescas, sirven como arterias para recorrer este pueblo conformado sobretodo por construcciones sobrias con lomos entejados; iglesias entre las que destacan la Parroquia de San Francisco y el genialmente gotiquesco Santuario de Guadalupe (o "Iglesia de los Jarritos") –por cierto, la primera de estas, se traslapa a la vista con el gigantesco poste del cual se arrojan los voladores, cuyas sombras al anochecer acarician literalmente la fachada del templo mientras vuelan.
Un caudal de insumos naturales que se ofrecen el día de mercado, en domingo, se encarga de recordarnos la riqueza original, desbordante, que tenemos en el país: vainilla fresca o seca, chiltepín, alberjón, enormes ramas de canela, tabaco listo para liar, incienso para las ceremonias y rituales, café de primera calidad y hasta cinco variedades de quelites; estos son solo algunos de los embajadores de la abundancia local.
El alumbrado de la plaza principal, cuya luz se entreteje con la neblina que seguido visita a Cuetzalan, colabora activamente en la creación de esta atmósfera de fantasmagoría semitropical. Montes que presumen verdes laderas, prolíficos cuerpos de agua, diversas variedades de helechos, algunos gigantes, de hasta tres o cuatro metros. Un ecosistema rebosante de alhajas botánicas, especie de bosque enjunglado, hace posible la coexistencia entre oyameles y hojas elegantes, entre liquidámbares y orquídeas.
Finalmente ese guion sensorial que se escribe al visitar el lugar, cobra sentido con el ingrediente humano: la calidez de su gente, esa que aún forma en esencia el lienzo colectivo de los mexicanos, es el máximo protocolo. El náhuatl se canta por todos lados, entre viejos y jóvenes, y los trajes típicos son aquí no un suvenir folclórico sino un elemento natural y cotidiano: ellos con camisa y calzón de manta amarrado a los tobillos, huaraches, sombrero de palma y morral de ixtle; ellas con camisas de manta adornada con cuello bordado, falda de enredo y generalmente descalzas.
Así que si estás cerca de la Sierra de Puebla, o simplemente sientes un llamado a recorrer un destino azorante, recuerda que Cuetzalan está ahí, suspendido en atemporal neblina, siempre bien dispuesto a recibirte.