El "sistema de castas" es, sin duda, uno de los aspectos más intrigantes de la conquista. Desde los extraños nombres que se le otorgaban a cada mezcla racial, hasta las posiciones que cada una ocupaba cada una en el imaginario de los españoles, todos los detalles de esta forma de organización social nos llaman, con una curiosidad relativamente cuestionable.
Tal vez esta atracción que las castas provocan está relacionada con su aspecto más terrenal: la sexualidad en la conquista. De lo que no nos hablaron cuando en la primaria nos enseñaron nombres como "mestizo", "mulata" y "saltapatrás" es de que estos tonos del espectro de la genética nacieron gracias al inmenso deseo de dos sujetos de castas diferentes por mezclarse, por reunirse y corromperse. Pero lo intuimos.
Hacerse pasar por blanco…
Por otro lado, el detalle más morboso (y escalofriante) de las castas es, por supuesto, que servían para categorizar a una persona como de alta o baja categoría sociopolítica y económica de acuerdo a su porcentaje de blanquitud y de hispanidad.
El sistema sirvió durante toda la colonia para justificar materialmente que los más blancos fueran líderes y administradores, por estar más cerca de Europa en su constitución física; mientras que los más morenos y negros eran esclavos, trabajadores y sirvientes. Aunque paradójicamente, para los españoles, la multiplicidad de colores y formas entre los humanos de la Nueva España era otro signo más de la riqueza propia del territorio.
Esta riqueza era ilustrada en los llamados "cuadros de castas", pinturas que servían para explicar la compleja remezcla y que mostraban a un hombre y a una mujer de distintas razas junto al fruto de las lujuriosas miradas que, frecuentemente (simplemente no puede ser incidental), se hacen aparecer en los cuadros.
Claro que no había nada de seductor en pertenecer a las castas más bajas. Todos (incluídos algunos blancos) buscaban ser españoles, criollos o mínimo mestizos (hijo o hija de blanco con india). Si podían, algunas personas trataban de que sus hijos fueran registrados o apadrinados por blancos y hasta sobornaban curas para que los hicieran subir de escalón.
El color, entonces, era solo uno de los aspectos a considerar en el examen que determinaba la clase verdadera; la lengua y la forma de vestir eran factores importantes si uno quería hacerse pasar por blanco.
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Orgía de colores
Y a pesar de las ganas de ser blanco, mezclarse era mucho más emocionante. ¿Cómo más explicamos la inmensa cantidad de etiquetas que empezaron a producirse? Nadie se quedó con las ganas de nada.
Y no solo eso: ya bastante avanzada la genealogía, las castas más frescas no podían evitar mezclarse con los colores primarios (blanco, indio y negro), probando que hay en nosotros una necesidad biológica de graffitear la pureza, especialmente esa que nos dijeron que es "natural".
Por supuesto, ningún español se molestó en incluir a la tabla variables como la cultura a la que pertenecían los distintos "indios", ni el país específico en África de donde venían los "negros" o a calcular cómo se restaba blanquitud cuando el padre español de un niño mestizo tenía por accidente ascendencia árabe.
Pero eso no importa, la deliciosa corrupción practicada en esta orgía de colores es visible aún hoy en el rostro de cada mexicano, que, de verdad es absolutamente particular y atrayente.
¿Por qué resuena este asunto hoy?
Como cantó Roco Pachukote: "nuestras diferencias somos, no hay pureza" y, sin embargo, el poder necesita nombres. Aún hoy, a pesar de que somos mestizos, mayas, triquis, zoques, mixtecos, zambos, chinos, moriscos, no te endiendos, afromexicanos y demás, las injusticias del sistema de castas continúa cobrándosela a millones de mexicanos.
Como si siguiéramos en tiempos de la colonia, continuamos enfrentando clasismos, racismos, desigualdad, polarización y concentración de privilegios para grupos de algunos colores. Es un asunto potente y que urge tomar en consideración. Las castas han cambiado de nombre (ahora se dice naco, chaca, prieto, ñero, chairo y fifí) pero su función se mantiene vigente.
Seguimos sin entender que el placer de mezclarnos, de mezclarnos en serio, va mucho más allá de las delicias carnales.