Los mercados aparecen caóticos. La ópera se presume elegante. En el mercado pregonan con tonos chillones los marchantes. En la ópera sopranos, tenores y otras fantásticas voces ensamblan un delicado panorama sonoro. Los mercados son públicos. La ópera tiene la mala fama de responder sólo a ciertas clases sociales. Pero ambas manifestaciones son coloridas a reventar y en sus peculiares escenografías se desenvuelven las vidas de fabulosos personajes (algunos de ficción y otros "de carne y hueso"). Ahora imagínalos juntos: la ópera suspendiendo, de imprevisto, el flujo intenso del mercado.
Esto sucedió en el mercado Mártires de la Río Blanco en la Ciudad de México, como parte de un curioso proyecto cultural del INBA llamado "Ópera en Mercados". La idea es armar conciertos a manera de flashmob en los tianguis de algunas de las colonias más "marginadas" (que probablemente significa lejos de los circuitos grandes de consumo cultural) de la ciudad, pero con un formato casual, abierto y bastante espontáneo.
Los intérpretes van vestidos de comerciantes y clientes, con bolsas de mandado, mandiles y hasta atendiendo puestos de carne o verduras. De pronto, la música comienza a sonar intensa en una bocinas y los ruidos del mercado, radios, televisiones, gritos que ofertan, reclaman o piden, chismes y demás, cesan. Las voces, completamente lejanas a las convenciones de este sitio resuenan inmensas y todo se desacelera. Los intercambios de bienes por dinero frenan, también las prisas y las ansias, sobre todo la densidad que a veces marca estos espacios, incluso los pequeños actos violentos que se cuelan en lo cotidiano. Comienza la escena.
Los cantantes brincan y bailan entre la audiencia dispersa; los tocan e involucran; se suben a las mesas y a los puestos; juegan con las frutas. Sería insólito para un conservador del género. Al mismo tiempo, los rostros de la gente anonadada, que humildemente se deja encantar por esta manifestación que consideraba ajena, son preciosos. Y, en ese momento, francamente da lo mismo si la ópera está diseñada para algunas clases sociales y no otras: aquí la cosa es exponerse siempre a movimientos y piezas que sentimos lejanas, precisamente porque nos dan una lección de humildad o hasta nos hacen sentir empatía por cosas que de antemano habíamos rechazado.
Uno de los cantantes, el fantástico tenor Francisco Pedraza, no solo se dedica a la ópera, también atiende un puesto de zapatos en el Mártires y sabe que sus compañeros se pasan prácticamente todo el día trabajando, así, tienen bien merecido un momento distinto y la posibilidad de encontrarse con otra cosa; de romper los prejuicios y re-ensamblar la vida diaria.
Como dice la escritora Henriette Lazaridis, hay que amar la ópera por lo que nos hace sentir; no por la tradición a la que responde, sino por lo que evoca para cada quien. Frívola, en muchos sentidos, está marcada por la necesidad de explorar las pasiones y eso es algo con lo que todos podemos relacionarnos.
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