En un curioso giro histórico, ha vuelto el "juego de pelota". Sí, el épico ritual prehispánico —practicado ampliamente en distintas regiones del centro y sur del país desde 200 años antes de la conquista— está teniendo una inesperada, pero tal vez necesaria, vuelta. Y es que según diversas fuentes antiguas (entre ellas el Popol Vuh) esta práctica no se trata sólo de mover y retar al cuerpo de quien la ejecuta, también de re-articular las tensiones del cosmos.
Así, en Azcapotzalco en la Ciudad de México, algunos miembros de la comunidad e instituciones de gobierno se organizaron para recuperar un basurero y replantearlo como espacio público. Decidieron convertirlo en una cancha urbana de juego de pelota, disponible, especialmente para los jóvenes habitantes de este municipio, uno muy afectado por la violencia social. En muchos sentidos, la idea del proyecto —además de construir espacios para todos— es, precisamente, tejer un sentido comunitario entre jóvenes propensos a participar de la violencia. El juego de pelota, extrañamente, parece una solución perfecta.
Como haciendo una invitación para conectar con el propio cuerpo, el acto implica llevarse a uno mismo a límites inesperados, porque, metidos en su papel, los jugadores de Azcapotzalco imitan muchas de las reglas tradicionales (que son duras). Para empezar, la pelota se bendice con copal y el ejercicio se musicaliza con instrumentos tradicionales. Por su parte, el juego es bajo pleno sol y los chicos van descalzos o en huaraches, vestidos apenas con una especie de taparrabos largo, con el torso descubierto. Los movimientos se limitan a golpes con cadera, codos y glúteos y la pelota, pesada y de hule, tiene que tocar o atravesar alguno de los aros laterales para hacerle sumar a cada equipo de 5 integrantes algunos puntos.
Tal vez la única regla que no se mantiene es la de los sacrificios. Nadie muere perdiendo en este juego de pelota citadino, pero sí se permite sublimar, a través del esfuerzo y el compromiso con el rito, un poco de furia, algunas pasiones efervescentes y también la violencia. Antes el juego de pelota servía en sustitución de la batalla, como medio para resolver disputas, especialmente territoriales. Quien perdía era sacrificado y quien ganaba obtenía gloria eterna.
Cada detalle era (y es) simbólico. La cancha representaba el cielo y lugar donde se disputaban las fuerzas de la luz y la oscuridad; de distintas maneras, según distintas tradiciones, pero jugar siempre implicaba reorganizar esa tensión y quien lo hacía se estaba sometiendo a ser parte de esta "representación" que culminaba con un destino nuevo: el de la vida o la muerte. Y, a pesar, de que muchas de estas intensidades se han perdido y el sacrificio podría ser una sobre dramatización, el juego de pelota tiene cabida.
Es posible que ejercicios como este, que parecen ahora inoperantes por ser antiguos, se guarden bondades para nosotros los contemporáneos. En el caso del juego de pelota tal vez porque urge disolver esta rabia que lleva a la violencia (y no sólo en Azcapotzalco) y porque se antoja a veces ser parte de un ritual, de un espacio abierto que nos sugiere un secreto: podemos jugar con las tensiones de nuestro micro cosmos, podríamos ser otra cosa.
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*Imágenes: Delegación Azcapotzalco, CDMX.