La fotografía –especialmente el retrato fotográfico– es un espacio colectivo. En su presencia comulgan el ojo espectador, el que enfoca y el que se permite ser parte del encuadre. Lo que se encuentra ahí, tal vez sin quererlo, es un cruce de miradas; una convergencia de formas de ver. Así lo entiende Citlali Fabián, una fantástica fotógrafa oaxaqueña.
Sin embargo, no siempre se asume de esta manera. La fotografía puede transformarse en una herramienta peligrosa. Pensemos que al fotógrafo le corresponde un poder sobre el objeto que captura; precisamente, porque se lo guarda para sí mismo, porque lo utiliza para sus fines privados y porque, desde el principio, él decide cómo encuadrar la imagen.
Pensemos en todas esas imágenes que hacen posar a un sujeto indígena para representar "lo exótico". El ojo que encuadra se concentra en rituales que le parecen espectaculares; en las diferencias con su propia cultura; en las "carencias" de la persona o comunidad a la que está fotografiando. En pocas palabras: se concentra o enfoca desde la extrañeza. Así, la foto genera una distancia, pues quien porta la cámara se elimina a sí mismo de la escena.
Pero Citlali Fabián busca otra cosa. Particularmente con su serie Mestiza, en donde se dedicó a retratar a mujeres de su familia y a amigas, algunas de ellas yalaltecas (descendientes de la cultura zapoteca). A través de estas piezas, intenta explicitar lo colectivo en la imagen, haciendo que sus modelos se apoderen de la representación. Estas fotos no son para otros, son para una misma.
Así, cada una posó como quiso; se adornó cabellos y rostro como mejor le parecía, incluso se presentaron desnudas, aludiendo a la franqueza y al cariño que le tienen a su propia figura y a la de sus hermanas. El resultado es exquisito, en gran medida porque Citlali decidió utilizar las técnicas análogas y –y prácticamente alquímicas– de la fotografía del siglo XIX, que permitieron un acabado muy peculiar en la imagen.
Pero la elección no es sólo técnica, también profundamente simbólica, pues fueron estas mismas cámaras y revelados los utilizados por las primeras generaciones de antropólogos, quienes desde una injustificable posición pusieron a quienes llamaban indios frente a las cámaras, para examinarlos, como si fueran de otro mundo. La frase supersticiosa de la que muchos se ríen "no nos gusta que nos tomen fotos, porque nos roban el alma", adquiere otro carácter aquí: cuando nos fotografían, cuando se adueñan de nuestra imagen, nos roban la posibilidad de ser representados de otras maneras y con otras intenciones; incluso nos roban la posibilidad de representarnos a nosotros mismos.
Este tema es especialmente delicado para Citlali Fabián y lo ve encarnado no sólo en el hecho de ser indígena, o de ser mestiza, también en el ser mujer y encarnar belleza. En diferentes momentos de su obra ha explorado cuestiones de identidad. Cuenta que fue alejada de su cultura que fue "deslenguada por mis propios padres en un intento por protegerme del estigma que mi color de piel no puede negar."
Y así, antes que arrancarse la piel, antes que entender sus orígenes como un estigma en el sentido negativo, se regocija en su propio mestizaje, lo comprende como un terreno de posibilidad. Mestiza le permite a ella y a sus "cómplices" (a las modelos), reapropiarse de sus representaciones, de la creación de su propia imagen "levantar la frente ante nuestro propio reflejo, mostrándonos lo mismo divinas que frágiles." Además de devolverle potencia a la voz de su comunidad, la encuadra de tal manera que el espectador puede permitirse comprender a cada mujer retratada no desde ese extrañamiento que genera distancias, sino con la intriga deliciosa que nos sugiere la belleza.
Citlali misma reconoce que su ejercicio podría parecer idealista, pero cada fotografía, cada honesta mirada es un llamado a que estas chicas, su comunidad y a que cada sujeto pueda ser visto desde un enfoque horizontal, con empatía. Y, como bien concluye, en el desafortunado panorama que nos envuelve, hace mucha, mucha falta.