Alerta una peculiar teoría naturalista que el hombre es el reflejo del ambiente en el que vive. Sea por la estrecha relación de las condiciones meteorológicas con la salud y fisiología, o en tanto que su geografía define ciertos modos culturales de extenderse en el espacio; el hombre puede ser el clima y el territorio que habita en la medida en que se funde con ellos.
Resulta interesante conectar esta concepción con México y sus mexicanos: un México donde los climas son distintos y dispersos, y donde la cantidad de escenarios discrepantes contrastan la belleza de una diversidad biológica y cultural que en esencia es innata. Desde la más límpida geografía de sus desiertos y la espesura de un valioso bosque mesófilo, hasta los fortísimos vientos que cruzan ambas superficies; las incontables veces que la lluvia se apropia del territorio y le vuelven tropical por excelencia; un territorio que se sabe abrazado por una extensa cordillera de montañas, muchas de ellas de esencia sulfurea. Así se describiría a grandes rasgos también el mexicano.
Reconocer, por consecuente, que en México las experiencias las protagonizan no solo los espacios, sino la leyenda, la ofrenda, los lenguajes y las muchas máscaras del mestizaje –tan rico en formas étnicas como en mezclas cuasi-occidentales–. Que los mexicanos somos nuestro lugar, en la medida en que rendimos culto a los bellísimos procesos de la naturaleza (y damos gracias en miles de formas y tradiciones populares), a veces de manera inconsciente, y descubrir que las bases de toda filosofía antigua mexicana –la del México profundo–, se sujetan de fenómenos psico-climáticos de corte mágico, porque “las causas iniciales [de todo aprendizaje] están en el ambiente y permanecen allí” (Skinner).
Partiendo desde este umbral es fácil conectar con la idea de que México es, más allá de un destino turístico para contemplar, una suerte de anima difusa que no se ve, pero se vive y experimenta distinto en cada paisaje mexicano y en cada psique según su nacionalidad.
Encaminándonos a la franca premisa que defendemos en el título de este texto –¿Por qué amar a México a través de experiencias y no lugares?– las razones por las que se reconoce a México no son del todo geográficas o folclóricas (entendiendo esta palabra como lo comunitario, cultural e incluso teológico). Éstas comparten lugar también con el espectro axiológico; con el anímico, el metafórico, el cosmogónico, el onírico, el ritualista, el caótico y el sensible también, pero sobre todo con el axiológico. Aquello es fundamentalmente su riqueza.
Como bien evidenció alguna vez Carl Lumholtz, etnógrafo y explorador noruego, en su libro México desconocido, nuestro territorio ofrece irrevocables tesoros esencialmente en su comunidad y sus valores. En esas gentes que, permeadas de una gentileza asombrosa, nos comparten sus secretos de cultura cada vez que visitamos un rincón de México: “Encuentro a los mexicanos más corteses que ninguna otra nación de aquellas con que he estado en contacto”, decía, y añade:
Todo el que viaje a dicho país bien recomendado, y se porte como un caballero, puede estar bien seguro de quedar agradablemente sorprendido de la hospitalidad y solicitud de todos, altos y bajos, y de que no es una vana frase de cortesía la empleada por el mexicano que “pone su casa à la disposición de Ud.”
Así como el prestigiado Lumholtz destacó esta notable virtud de la tierra mexicana, autores como Antonin Artaud, Jack Kerouac o el admirable Fernando Benitez, evidenciaron en sus diarios de viaje esas otras riquezas que subsisten en México, y que solo el sensible será capaz de aprender de ellas, una vez montado en su travesía por México:
“Centro del opio del Nuevo Mundo, comí tortillas con carne en la selva, en cabañas de palos a la africana, con cerdos frotándose contra mis piernas; bebí pulque puro de un cubo, recién traído del campo, de la planta, sin fermentar, la leche pura de pulque te hace reír, es la mejor bebida del mundo. Comí frutas desconocidas, erenos, mangos, de todas clases. En la parte trasera del autobús, mientras bebíamos mezcal, canté bop para los cantantes mexicanos que sentían curiosidad por saber cómo sonaba; canté Scrapple from the Apple e Israel de Miles Davis”, escribió en una carta Jack Kerouac a William Burroughs, cuando pasó por Culiacán.
En otro momento, escribía Antonin Artaud, a propósito de su viaje a la Sierra Tarahumara, que:
“La cultura racionalista de Europa ha fracasado y he venido a la tierra de México para buscar las bases de una cultura mágica que aún puede manar de las fuerzas del suelo indio… La mitología de México es una mitología abierta. Y México, el de ayer y el de hoy, posee también fuerzas abiertas. No es necesario indagar demasiado sobre un paisaje de México para sentir todo lo que sale de él. Es el único lugar del mundo que nos propone una vida oculta, y la propone en la superficie de la vida.”
Tomando en cuenta estas nobles razones quizá tu próximo viaje a través de México te regale otra perspectiva. Una perspectiva, sin duda, dotada de valores de cultura.
*Imágenes: 1) Rosa Merman – flickr / Creative Commons; 2) Israel Gutiérrez; 3) flickr – Creative Commons; 4) Archivo Más de Mx; 5) Collage de Jaen Madrid