Pocos fenómenos han inspirado tan incontables obras de arte como la noche y la paradójica luz que vierte sobre algunas cosas.
Derivado de piezas musicales que en sus inicios se escribían para ser interpretadas de noche, el género poético conocido como nocturno fue cultivado por la poesía romántica y fue, también, uno de los favoritos de grandes poetas hispanoparlantes del siglo XX como Federico García Lorca y Salvador Novo.
Pero es quizá la colección de nocturnos de Xavier Villaurrutia, reunidos en su poemario “Nostalgia de la muerte” (1938), una de las más deslumbrantes.
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Por insistencia de su padre comenzó a estudiar leyes, pero pronto huyó hacia el mundo de las letras y empezó a publicar sus poemas. Fue parte del grupo literario conocido como Los contemporáneos, al lado de Salvador Novo, Jaime Torres Bodet, Gilberto Owen, José Gorostiza y Jorge Cuesta —algunos de ellos fueron sus compañeros en la Escuela Nacional Preparatoria.
Además, Villaurrutia participó en diversas revistas literarias, muchas veces al lado de los grandes de su tiempo como Octavio Paz, y estudió dramaturgia al lado del gran Rodolfo Usigli en la Universidad de Yale.
Algo que pocos saben es que, el también guionista cinematográfico, escribió con Fernando de Fuentes —uno de los cineastas más importante del periodo previo a la Época de Oro— “Vámonos con Pancho Villa” (1935), obra maestra de nuestra cinematografía.
La poesía de Villaurrutia fue tocada de forma íntima por el surrealismo y por una influencia de la ya clásica voz de López Velarde. Sus obsesiones rondaron la muerte, la soledad y la ciudad.
En los nocturnos esto es implacable: son el epítome de su sensibilidad; una tan particular como universal, tan suya como nuestra. La noche, ahí, se convierte en la irrealidad al ritmo de su música perfecta; es el espacio donde conviven el deseo y la soledad, la angustia y la iluminación, lo humano y el artificio.
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Por su parte, en lo nocturnos, el poeta canta solo, alejado del mundo exterior. Es una voz llena de desazón que casi nunca habla de ningún otro ser vivo o posible compañero; sólo de sus escenarios casi teatrales. Villaurrutia se distingue así de cualquier otra persona, mientras manifiesta un aislamiento guiado por la razón, la conciencia —una soledad voluntaria.
A continuación una breve y caprichosa selección de estas piezas de Villaurrutia, joyas que aún hoy brillan en medio de la noche.
Nocturno
Todo lo que la noche
dibuja con su mano
de sombra:
el placer que revela,
el vicio que desnuda.
Todo lo que la sombra
hace oír con el duro
golpe de su silencio:
las voces imprevistas
que a intervalos enciende,
el grito de la sangre,
el rumor de unos pasos
perdidos.
Todo lo que el silencio
hace huir de las cosas:
el vaho del deseo,
el sudor de la tierra,
la fragancia sin nombre
de la piel.
Todo lo que el deseo
unta en mis labios:
la dulzura soñada
de un contacto,
el sabido sabor
de la saliva.
Y todo lo que el sueño
hace palpable:
la boca de una herida,
la forma de una entraña,
la fiebre de una mano
que se atreve.
¡Todo!
circula en cada rama
del árbol de mis venas,
acaricia mis muslos,
inunda mis oídos,
vive en mis ojos muertos,
muere en mis labios duros.
Nocturno de la estatua
a Agustín Lazo
Soñar, soñar la noche, la calle, la escalera
y el grito de la estatua desdoblando la esquina.
Correr hacia la estatua y encontrar sólo el grito,
querer tocar el grito y sólo hallar el eco,
querer asir el eco y encontrar sólo el muro
y correr hacia el muro y tocar un espejo.
Hallar en el espejo la estatua asesinada,
sacarla de la sangre de su sombra,
vestirla en un cerrar de ojos,
acariciarla como a una hermana imprevista
y jugar con las fichas de sus dedos
y contar a su oreja cien veces cien cien veces
hasta oírla decir: “estoy muerta de sueño”.
Nocturno en que nada se oye
En medio de un silencio desierto como la calle
antes del crimen
sin respirar siquiera para que nada turbe mi muerte
en esta soledad sin paredes
al tiempo que huyeron los ángulos
en la tumba del lecho dejo mi estatua sin sangre
para salir en un momento tan lento
en un interminable descenso
sin brazos que tender
sin dedos para alcanzar la escala que cae de un
piano invisible
sin más que una mirada y una voz
que no recuerdan haber salido de ojos y labios
¿qué son labios? ¿qué son miradas que son labios?
y mi voz ya no es mía
dentro del agua que no moja
dentro del aire de vidrio
dentro del fuego lívido que corta como el grito
Y en el juego angustioso de un espejo frente a otro
cae mi voz
y mi voz que madura
y mi voz quemadura
y mi bosque madura
y mi voz quema dura
como el hielo de vidrio
como el grito de hielo
aquí en el caracol de la oreja
el latido de un mar en el que no sé nada
en el que no se nada
porque he dejado pies y brazos en la orilla
siento caer fuera de mí la red de mis nervios
mas huye todo como el pez que se da cuenta
hasta ciento en el pulso de mis sienes
muda telegrafía a la que nadie responde
porque el sueño y la muerte nada tienen ya que
decirse.
Nocturno sueño
a Jules Supervielle
Abría las salas
profundas el sueño
y voces delgadas
corrientes de aire
entraban
Del barco del cielo
del papel pautado
caía la escala
por donde mi cuerpo
bajaba
El cielo en el suelo
como en un espejo
la calle azogada
dobló mis palabras
Me robó mi sombra
la sombra cerrada
Quieto de silencio
oí que mis pasos
pasaban
El frío de acero
a mi mano ciega
armó con su daga
Para darme muerte
la muerte esperaba
Y al doblar la esquina
un segundo largo
mi mano acerada
encontró mi espalda
Sin gota de sangre
sin ruido ni peso
a mis pies clavados
vino a dar mi cuerpo
Lo tomé en los brazos
lo llevé a mi lecho
Cerraba las alas
profundas el sueño
Nocturna rosa
a José Gorostiza
Yo también hablo de la rosa.
Pero mi rosa no es la rosa fría
ni la de piel de niño,
ni la rosa que gira
tan lentamente que su movimiento
es una misteriosa forma de la quietud.
No es la rosa sedienta,
ni la sangrante llaga,
ni la rosa coronada de espinas,
ni la rosa de la resurrección.
No es la rosa de pétalos desnudos,
ni la rosa encerada,
ni la llama de seda,
ni tampoco la rosa llamarada.
No es la rosa veleta,
ni la úlcera secreta,
ni la rosa puntual que da la hora,
ni la brújula rosa marinera.
No, no es la rosa rosa
sino la rosa increada,
la sumergida rosa,
la nocturna,
la rosa inmaterial,
la rosa hueca.
Es la rosa del tacto en las tinieblas,
es la rosa que avanza enardecida,
la rosa de rosadas uñas,
la rosa yema de los dedos ávidos,
la rosa digital,
la rosa ciega.
Es la rosa moldura del oído,
la rosa oreja,
la espiral del ruido,
la rosa concha siempre abandonada
en la más alta espuma de la almohada.
Es la rosa encarnada de la boca,
la rosa que habla despierta
como si estuviera dormida.
Es la rosa entreabierta
de la que mana sombra,
la rosa entraña
que se pliega y expande
evocada, invocada, abocada,
es la rosa labial,
la rosa herida.
Es la rosa que abre los párpados,
la rosa vigilante, desvelada,
la rosa del insomnio desojada.
Es la rosa del humo,
la rosa de ceniza,
la negra rosa de carbón diamante
que silenciosa horada las tinieblas
y no ocupa lugar en el espacio.
Nocturno de la alcoba
La muerte toma siempre la forma de la alcoba
que nos contiene.
Es cóncava y oscura y tibia y silenciosa,
se pliega en las cortinas en que anida la sombra,
es dura en el espejo y tensa y congelada,
profunda en las almohadas y, en las sábanas, blanca.
Los dos sabemos que la muerte toma
la forma de la alcoba, y que en la alcoba
es el espacio frío que levanta
entre los dos un muro, un cristal, un silencio.
Entonces sólo yo sé que la muerte
es el hueco que dejas en el lecho
cuando de pronto y sin razón alguna
te incorporas o te pones de pie.
Y es el ruido de hojas calcinadas
que hacen tus pies desnudos al hundirse en la alfombra.
Y es el sudor que moja nuestros muslos
que se abrazan y luchan y que, luego, se rinden.
Y es la frase que dejas caer, interrumpida.
Y la pregunta mía que no oyes,
que no comprendes o que no respondes.
Y el silencio que cae y te sepulta
cuando velo tu sueño y lo interrogo.
Y solo, sólo yo sé que la muerte
es tu palabra trunca, tus gemidos ajenos
y tus involuntarios movimientos oscuros
cuando en el sueño luchas con el ángel del sueño.
La muerte es todo esto y más que nos circunda,
y nos une y separa alternativamente,
que nos deja confusos, atónitos, suspensos,
con una herida que no mana sangre.
Entonces, sólo entonces, los dos solos, sabemos
que no el amor sino la oscura muerte
nos precipita a vernos cara a los ojos,
y a unirnos y a estrecharnos, más que solos
y náufragos,
todavía más, y cada vez más, todavía.
Cuando la tarde…
Cuando la tarde cierra sus ventanas remotas,
sus puertas invisibles,
para que el polvo, el humo, la ceniza,
impalpables, oscuros,
lentos como el trabajo de la muerte
en el cuerpo del niño,
vayan creciendo;
cuando la tarde, al fin, ha recogido
el último destello de luz, la última nube,
el reflejo olvidado y el ruido interrumpido,
la noche surge silenciosamente
de ranuras secretas,
de rincones ocultos,
de bocas entreabiertas,
de ojos insomnes.
La noche surge con el humo denso
del cigarrillo y de la chimenea.
La noche surge envuelta en su manto de polvo.
El polvo asciende, lento.
Y de un cielo impasible,
cada vez más cercano y más compacto,
llueve ceniza.
Cuando la noche de humo, de polvo y de ceniza
envuelve la ciudad, los hombres quedan
suspensos un instante,
porque ha nacido en ellos, con la noche, el deseo.
*Referencia:
*Imagen destacada: NASA, CDMX desde las alturas.