De entre las prácticas mexicanas en torno a la muerte, el enternecedor ritual de la "muerte niña" podría ser uno de los más extraños y preciosos. La costumbre de retratar a los difuntos se popularizó en México a mediados del siglo XIX, pero se volvió especialmente importante para las familias católicas que perdían a un niño o niña.
Si fallecían los más jóvenes de la familia, se acostumbraba vertirlos de "angelitos" y tomarles un retrato en un acto que servía para despedirlos, pero, sobre todo, celebrar su entrada inmediata al cielo. Es común la creencia de que, cuando un niño muere, está libre de pecado; en gran medida porque su "partida prematura" no le da tiempo de corromperse en el terreno mundano.
La costumbre aún resulta sorprendente para muchos y cada vez es menos practicada, pero desde que llegó a nuestro país y hasta finales del siglo XX era absolutamente común. De hecho, hay fotógrafos cuyos nombres se hicieron grandes en torno a estos retratos mortuorios: Juan de Dios Machain de Jalisco, José Antonio Bustamante Martínez de Zacatecas; Romualdo García de Guanajuato y hasta los hermanos Casasola (que también fotografiaron a Zapata), en el Distrito Federal.
Además, por más extraña que parezca, no deja de ser de carácter sagrado: desde la elección de la vestimenta, la escenificación en torno al cuerpo y la toma de la fotografía; cada detalle del ritual se ejecuta con cariño, cuidado y la firme creencia de que al niño perdido no lo lamentamos, le celebramos su condición de pureza.
Sin duda, todos los rituales guardan una cualidad consoladora: al practicarlos le otorgamos propósito y explicación a fenómenos que se se escapan de nuestras manos. Nos reconfortan las mitologías que los envuelven, pero también la sensación de que a través de ellos mantenemos activas energías divinas o que, simplemente, están en un plano cuyo lenguaje desconocemos.
Es muy posible que mantener una cercanía tan intensa con la muerte y entenderla como una posibilidad palpable, una realidad ineludible, nos ayude a navegar mejor la existencia. Los mexicanos no solo "apreciamos más la vida", sino que sabemos también darle su lugar al evento máximo: la muerte; evento que, aunque no podremos —paradójicamente— experimentar en carne propia, sí nos toca vivir por lo menos un par de veces.
Así, aunque puede ser desgarrador admirar estos retratos de "muerte niña", también es inmensamente reconfortante adivinar el cariño de las familias que los ensamblaron.