Imaginemos al mundo como una "gran casa" donde las fuerzas de la naturaleza son consideradas como deidades y antepasados; donde los hombres, originarios del mar, aprendieron a caminar por el desierto bajo una noche sombría y perpetua; y donde los dioses formaron el primer grupo de jicareros para alumbrar el camino de los humanos hacia el Cerro del Amanecer –aquel sitio donde sale el sol–. Este es retrato de la cosmogonía wixarika, la cual define la eterna peregrinación de los hikuritamete –peyoteros-jicareros–, los marakames y los kawiteros hacia Wirikuta.
De acuerdo con la creencia de los huicholes, durante el transcurso de la primera peregrinación algunos miembros de la comunidad kiekari –que significa "toda la comunidad" o "todo el mundo" en la lengua huichol–, se quedaron en el camino convirtiéndose en elementos de la naturaleza; tales como piedras, cerros, peñas, manantiales, lagos o animales. Otros, los que alcanzaron a llegar a su destino, forjaron al grupo étnico huichol que ha sido reconocido social y culturalmente por el mundo entero. Desde entonces los antepasados se convirtieron en mitad hombres y mitad dioses, transformándose en elementos que sus descendientes necesitarían para sobrevivir: agua, sol, venados –entre otros animales de cacería–, maíz y plantas ritualísticas como el tabaco y el peyote. Es decir que, para los huicholes, estos elementos de la naturaleza son en realidad personas que necesitan, al igual que cualquier humano, de respeto y cuidado.
Ahora los huicholes realizan anualmente esta peregrinación hacia el desierto de Wirikuta, en el oriente (San Luis Potosí), para recolectar a sus antepasados –peyote, venado y agua de los manantiales de este lugar–. Asisten únicamente los marakames y hikuritamete.
Los primeros son los responsables del bienestar de la comunidad, como una especie de guía de los peyoteros que tienen la capacidad suficiente –de soportar hambre, frío, sed y pasar días sin dormir– para no sólo conducir a los demás a su encuentro con el peyote, también para proteger la integridad espiritual de los demás. Mientras que los segundos, los jicareros, peyoteros o hikuritamete, son hombres y mujeres con la misión de cuidar una jícara y una flecha que simbolizan a una deidad determinada del panteón huichol. Para realizar esta peregrinación, ellos deben purificarse sometiéndose a prácticas de austeridad y purificación: ayuno, abstención de sueño y sexo así como confesiones.
Vestidos con un atuendo especial, como un sombrero adornado con plumas blancas de guajolote, los huicholes suben al Cerro del Amanecer en la Sierra de Real de Catorce, San Luis Potosí, el sitio donde sale el sol tras vencer a los animales nocturnos y a los monstruos del inframundo. Ahí, inclusive antes de entrar a tierra sagrada, llevan a cabo una ceremonia de purificación dirigida por el marakame, en donde los peyoteros confiesan todas sus aventuras sexuales. Durante esta parte del rito, un niño con una vara golpea a los asistentes en las piernas para que no omitan ninguno de los amoríos. En este punto, la risa y las burlas son comunes entre los rincones del desierto. Y con cada confesión, el marakame hace un nudo en una cuerda que después arroja al fuego, mientras que los peyoteros pasan sus manos y pies sobre el fuego.
Este último ritual les podrá ayudar a atravesar el nierika y obtener el don de ver, una vez que se llegó al desierto y se consumió el peyote –o hikuri–. Si bien los antepasados realizaron ese ritual para acceder a la experiencia visionaria y así transformarse en dioses, ahora los jicareros lo realizan para convertirse en un marakame.
Después, el marakame observa el horizonte en la búsqueda de un venado azul. En caso que no lo vea, el grupo deberá regresar a casa con las manos vacías. Por otro lado, cuando el marakame logra reconocer al mítico animal, lanza cuatro de las flechas alrededor del peyote como símbolo de las cuatro direcciones del mundo, y hace un hoyo en la tierra donde esconde el primero grupo de peyotes. En ese momento, el grupo forma un círculo alrededor del lugar, oran en voz alta y ofrendan al peyote-venado muerto, al cual se le distingue en dos: el de los dioses, con un sabor amargo, y el de las diosas, con un sabor más neutro. Es cuando el marakame ofrece a los demás integrantes un pedazo de peyote para que lo mastiquen, como si les diera una especie de autorización para que se adentren al desierto para cazar su propio peyote. Cada persona intercambia el peyote cortándolo en pedazos pequeños y compartiéndolo con los otros integrantes del grupo.
La peregrinación con los antepasados culmina en la sierra de Catorce con el nacimiento del sol, mientras los huicholes le agradecen a sus antepasados y dioses el dejarse ver e incluso se disculpan por haberlos sacado de sus casas. Regresan al campamento para realizar una ceremonia de agradecimiento por la protección otorgada en su búsqueda del hikuri, y vuelven a consumir peyote toda la noche.
Así que, de nuevo, imaginemos al mundo donde el cuidado hacia uno es el cuidado de un otro –humano o deidad–; donde los caminos a tomar están guiados por la sabiduría de nuestros antepasados y llevados por uno mismo; donde Wirikuta, la tierra del peyote, es símbolo de la fortaleza mexicana que reside en cada uno de sus habitantes.
Imágenes: 1) Gerardo R. Smith; 2) Salvemos Wirikuta; 3) Representación de Wirikuta, por Maximino Renteria De La Cruz.