El albur es una deliciosa y elusiva insinuación erótica. Aunque también puede ser un medio para humillar o someter. Es uno de los elementos más complejos en la cultura llamada mexicana y en el análisis de su química, de su estructura, se revelan algunos componentes clave sobre la forma en que nosotros abordamos la realidad.
Por eso, saber alburear, denota un ingenio inmenso y un manejo exquisito de la lengua y de la cultura local, particularmente de las referencias sexuales que discretamente se ocultan en nuestra cotidianidad. Pero además, demuestra una sensibilidad intensa a la forma en que se articula los más ínfimo de la materia aquella que llamamos identidad mexicana.
El albur es erotismo puro
Porque es sugestivo e incitante. En palabras de Lourdes Ruiz, "La Reina del Albur" originaria del barrio de Tepito en la CDMX, además de ser unisex (porque sí, las mujeres también pueden ser albureras), debe ser fino, debe ser sutil y su presencia distorsiona el mundo, pero de a poquito en poquito; como si lo estuviera desvistiendo con cuidado. Aunque también es ágil y por eso, puede resultar muy divertido y hacer explotar en risas a quienes están poniendo atención y lo ven venir.
Y también es erótico por el sexo. Como dice Lourdes Ruiz, el albur es hablar de genitales, es traerlos a la conversación. En un país donde el sexo como tema nos cuesta tanto trabajo, echar un albur es una forma adecuada, paradójicamente, de erotizarnos. En palabras de la investigadora Lucille Herrasti, que el albur sea divertido hace al tema tabú mucho más accesible.
Quién sabe: tal vez entre tanto chile y papaya, finalmente nos den ganas de gritarle a las cosas por su nombre.
El albur es una competencia
Es un asunto de ganar y perder. Es un verdadero deporte, mucho más que un arte. Y es competencia de muchas maneras. Para empezar, es "superior" el que se alburea mejor a otro y, además, hay sin duda algo extremadamente malicioso en el el doble sentido, en hacer que el otro se entretenga larga y profundamente con algo que simplemente no termina donde uno estaba pensando, pero sí acaba por alburealo.
Ahí en la competencia, también radica la violencia del albur que tanta mala fama le ha traído, pues en lugar de ser vehículo de placentero ingenio, lo hemo transformado en nefasta manera de hacer sentir mal; particularmente a las mujeres que no se están prestando al juego. Eso es, sobre todas las cosas: un juego (ensombrecido y todo), pero no es lo mismo picar con palabras, que regalar palabras picantes.
El albur es un ajedrez mental. Y por eso es fino en su forma y no cualquiera la tiene lo suficientemente rica, como para darse un albur. ¿Rica qué? La mente, por supuesto, el vocabulario, las habilidades técnicas para construir una frase ingeniosa que, incidentalmente, te la esté metiendo toda. ¿Toda qué? la fonética engañosa, claro, o la polisemia tramposa o un tonito malicioso que, la verdad, te está albureando.
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El albur es una manifestación de la forma en que los mexicanos abordamos la realidad
Sin duda, porque su complejidad no solo expresa que somos capaces de abordar hasta los temas que nos dan terror, evadiendo las palabras que les corresponden, también porque nos recuerda que la infraestructura de la identidad mexicana tiene fugas por todos lados y por esas fugas se desborda, se riega y se escurre.
Y claro que el albur tiene sus primos en otros lados. Del francés viene la expresión "double entendre" o "doble entendimiento" que también usan los ingleses para referirse a esos mensajes "impropios" que se ocultan en frases del lenguaje coloquial.
Pero el albur tiene algo especial, puede extenderse muchísimo, puede llevarse a cualquier extremo, transferirse a cualquier objeto, combinarse con cualquier situación y transgredir toda clase de conceptos.
Sus orígenes no nos quedan claros, así como para justificar históricamente que son nuestros. Susannah Rigg, una periodista inglesa viviendo en México trató de descifrarlos. Una propuesta interesante es que se originaron en la conquista, cuando los indígenas obligados a aprender español, encontraron formas divertidas y relativamente ofensivas de jugar con el lenguaje impuesto y burlarse secretamente de los españoles con las herramientas que ellos mismos les habían dado. Una cucharada de su propia sopa, sin albur, porque sería demasiado.
Y este no es el único hueco cósmico que abren los albures. En la vida contemporánea, como explica el maestro Gregorio Desgarennes a Susannah Rigg, el albur es una resistencia al "hablar bien" que le exigen las clases altas a las bajas. Es una forma de identificarse en los barrios, de generar un sentido de confianza y pertenencia.
Alfonso Hernández y Rusbel Navarro que enseñan a alburear junto a La Reina del Albur en Tepito, dicen que esta es una forma de las clases bajas para usar el humor frente al poder y las tragedias: "El albur transforma las palabras cotidianas en una experiencia transgresiva del lenguaje."
Lo mismo pasa con nuestra forma de describir periodos de tiempo. Con una dosis de mexicano ingenio, la palabra "ahorita", que comúnmente significa "en este preciso momento", se transforma en "ahooooriiiiita": "en alguna hora, no sé bien cuál". ¡Ah pero ahorirititita! Que sí significa ya, en este mero momento.
Así mismo funciona el albur, es una corrupción del espacio, del tiempo y la forma. Y, la mera verdad, es que a los mexicanos nos gusta que nos corrompan. Nos gusta la vida dura. Y no por dura, sino por sus potenciales para hacerla flexible: preferimos no hacer caso del tiempo que ordena, preferimos hacer confusas las palabras claras.
Tal vez el albur existe porque nosotros sabemos que los huecos cósmicos permiten flexibilizar la experiencia del mundo y vertirse en él desde el lado más sensible; desde el cuerpo, pues, la superficie contra lo que chocan las cosas. ¡Ah porque nos encanta que al cuerpo le estén dando y dando! Pero, francamente ¿a quién no?