La Ciudad de Tenochtitlan era una ciudad cosmopolita. No en vano fue la capital de un gran imperio. A ella acudían personas de otras regiones, de lo que sería con el tiempo la República Mexicana, atraídas por la belleza de su entorno, los lagos, la ciudad y la maravilla del Templo Mayor, que resplandecía majestuosamente a la luz del sol. Siendo tan cosmopolita no podía dejar de tener personajes extraordinarios que se paseaban por las calles y que atraían la curiosidad de la gente. De muchos de ellos no han quedado huellas, pero de otros podemos tener la certeza de que existieron, como asentaron algunos cronistas hispanos de la época de la conquista.
Con algunos de los personajes de la Ciudad había que tener cuidado. Por ejemplo, podía ser que uno se encontrara con El Nahualli, quien de noche salía a espantar a los personas y sobre todo a chupar a los infantes. Personaje astuto, engañador y envidioso, del que se debía tener mucho cuidado, pues sus hechicerías eran capaces de producir la muerte, la enfermedad, o la mala suerte. Un nahualli podía convertirse en Tlacatecólotl, los hombres tecolotes, con poderes para dañar, pero también para hacer el bien a las personas si ese era su deseo. Pero que gustaba más de asustar a las personas por las noches. Alfredo López Austin afirma que: …el Tlacatecólotl recibe también los apelativos de teipitzani "el que sopla (maleficios) sobre la gente"; texoxani, "el que hechiza a la gente", aunque también puede traducirse como El que envía granos a la gente"… Entre muchos otros nombres más.
También se podía uno topar con El Embaucador, cuya especialidad consistía en engañar a las personas con la labia de sus palabras, para conseguir lo que quisiera: dinero, una invitación, comida. Los embaucados quedaban lelos, como idos por un buen tiempo hasta que recobraban la razón.
Los Juglares eran personajes muy solicitados porque decían cosas humorísticas y simpáticas que hacían reír al auditorio que solía escucharlos divertido, bien en la calle bien en las casas de los señores. Manifestaban destreza con las palabras, por lo cual recibían "monedas", cacao, o lo que los asistentes quisieran darles.
Los Aparecidos. Si por casualidad alguien llegaba a oír el Youaltepuztli, el Hacha Fantasma, podía estar seguro de que se trataba de una ilusión del dios Tezcatlipoca, que gustaba de espantar a los hombres que salían a caminar de noche. Los tenochcas afirmaban que oír al Hacha Fantasma, constituía un mal presagio. Si algún valiente se atrevía a ir a ver al espanto y lograba verlo, el Hacha se le aparecía como un hombre sin cabeza, con el cuello como si fuera un tronco y el pecho abierto como una puertecita que se cerraba y se abría. Si lograba agarrarle el corazón al Hombre sin Cabeza, podía pedirle algún favor o gracia que sería concedido por el espectro.
Los Tlacanexquimilli solían aparecerse por la noche. No tenían pies ni cabeza y rodaban por el suelo, a la vez que proferían tremendos gemidos. Los que los llegaban a ver sabían que pronto iban a morir, bien en la guerra, bien de alguna mala enfermedad. Eran ilusiones de Tezcatlipoca de las cuales había que huir. Algunos valientes, sobre todo los guerreros viejos, llegaban a atrapar a los Tlacanexquimilli, no los soltaba y luchaba con ellos, hasta que los aparecidos cansados de no poder desasirse le prometían al guerrero darle las suficientes espinas mágicas que le traerían gloria y fortuna.
Algunas veces la que se aparecía era una mujer enana llamada Cuitlapanton de largo pelo negro y andares de pato. El que la llegaba a ver sabía que pronto moriría o que le ocurriría alguna desgracia terrible. Nadie podía atraparla, porque era muy escurridiza y escapaba.
Otro aparecido era una Calavera de Muerto que salía por la noche a morder las pantorrillas de los desafortunados, quienes corrían despavoridos llevando por detrás al fantasma que se divertía muchísimo.
Los Acróbatas. Entre estos personajes destacados de Tenochtitlan se encontraba el que practicaba el Xocuahpatollin, "juego del madero con los pies", el antipodista que realizaba malabares empleando las plantas de los pies. Un hombre se tendía en el suelo y levantaba los pies; en ellos se colocaba una viga de madera a la que movía con destreza haciéndola girar de mil maneras. A veces colocábanse dos personas en los extremos del madero a las cuales sostenía. El cronista Francisco López de Gomara dice el respecto: Jugadores que allí hay de pies, como aquí de manos, los cuales llevan en los pies un palo como especie de cuartón, rollizo, parejo y liso, que arrojan a lo alto y lo recogen, y le dan 2 mil vueltas en el aire tan bien y rápidamente, que apenas se ve cómo…
El Contorsionista hacía acrobacias con su cuerpo, adoptando las posturas más inverosímiles, para regocijo de quienes le veían. Tales posturas tenían sus nombres: el árbol cósmico, cuahuitl; la llama, tlepilli, donde se simbolizaba la unión de los tres planos del universo; el acróbata, tlatlamati; el puente, pantli; el arquero, minani; y el ocelote, océlotl. Solían ser antiguos guerreros que habíanse ejercitado el cuerpo, adoptando actitudes con connotaciones sagradas.
Los adivinos eran muy solicitados, empleaban los granos de maíz para llevar a cabo sus pronósticos. Las personas enfermas deseaban saber si sanarían, y otras deseaban encontrar cosas que hubiesen perdido. Los adivinos echaban las semillas sobre una tablilla ayudándose de una concha; unos empleaban veinte granos, mientras que a otros les gustaba emplear también frijoles. El Códice Tudela anota al respecto: unos granos de maíz y frijoles, y que si los primeros al caer en medio un vacuo [vacío] a manera de campo, de tal modo que estuvieran alrededor, era señal que le iban a enterrar [al enfermo], si los granos de maíz se apartaban la mitad a una parte y la mitad a otra, para que pudiese hacerse una raya derecha de por medio, sin tocar a ningún grano, era señal que la enfermedad se había apartado del enfermo y sanar. Otra manera de adivinar consistía en que el adivinador llenaba un cajete de color azulado con agua, luego ponía siete semillas de maíz cortada la punta con los dientes. Decía conjuros y agitaba el recipiente. Si el maíz se iba al fondo del cajete era señal inequívoca de que el enfermo se pondría sano; pero, si el maíz flotaba en el agua, quería decir que moriría. Los adivinos más conocidos eran El Tlachixqui, "el que mira las cosas" y El Tlaolxiniani "el que desbarata los granos de maíz".
Otros personajes destacados en la vida cotidiana de los mexicas fueron los Temiquiximalli, que eran adivinos que interpretaban los sueños, y los Temicnamictiani, también intérpretes de los sueños, muy solicitados por los nobles señores. Estos personajes acudían a sus casas portando sus libros llamados Temicámatl. A través de la interpretación de los sueños se podían curar algunas enfermedades y saber el destino que tendría el consultante, más otras respuestas que requiriese saber.
Entre los adivinos se encontraban las mujeres que predecían calamidades, enfermedades y toda clase de calamidades o cosas faustas, por medio de unas conchas llamadas ticicáxitl, "cajetes de curandera”; asimismo, estaban los Mecatlapouhqui, que como su nombre lo indica llevaban a cabo la adivinación por medio de mecates que amarraban y jalaban, si los cordeles se desataban, el enfermo sanaría, pero sino no se desataban, el enfermo moriría irremediablemente.
Los ilusionistas iban por la calles a fin de encontrar casas de nobles señores que los solicitaran para su entretenimiento. Entre ellos estaba el ilusionista que echaba granos de maíz en su mano y éstos empezaban a abrir hasta que se convertían en "palomitas"; es decir en granos tostados que se abrían como copos de algodón. Otro ilusionista a un movimiento de su manto hacía que las personas vieran que su casa se estaba quemando, pero todo se debía a una mera ilusión. El Volteador de Agua entraba a la casa de los señores para mostrar sus habilidades que consistían en poner en una cazuela ancha agua hasta el borde. Ya llena la cazuela le imprimía movimiento y le daban vueltas… sin que el agua se cayese! Por su parte, El Destrozador se cortaba las manos y los pies por las articulaciones, y las dejaba aparte; colocaba sobres las piezas una manta de color rojo, poco después la levantaba y las manos y los pies mágicamente, regresaban a su sitio. Obviamente contaba con un ayudante.
Las prostitutas, las Ahuianime, quienes para vender su cuerpo, se colocaban en las encrucijadas de los caminos, en el mercado y en el Cuicacalli, la Casa del Canto, y ofrecían un cajete al futuro cliente, que contenía carne de mazacóatl (especie de caracoles), que se creía para provocaba una lujuria desbordante en el solicitante. Fray Bernardino de Sahagún en su obra Historia general de las cosas de Nueva España, nos dice que las mujeres públicas vendían sus cuerpos desde que eran jóvenes hasta que eran viejas. Que eran desvergonzadas, borrachas, sucias, habladoras, y viciosas durante el acto carnal; que se arreglaban mucho y se untaban axin en el rostro para que brillara. Dice el buen fraile que acostumbraban teñirse los dientes de color rojo, dejarse el cabello suelto para verse más bellas o trenzárselo en forma de cornezuelos sobre la mollera; además, se impregnaban de olores exquisitos y masticaban chicle, sonoramente, como si fueran castañuelas, a fin de mantener los dientes limpios y sin olores molestos. (Cfr. Las Ahuianime, Komoni.)
Un personaje muy singular lo fue El titiritero, quien acostumbraba a entrar a los patios de las casas de los nobles señores y del tlatoani, para exhibir sus habilidades. De su morral sacaba títeres articulados de barro que hacia danzar y ejecutar movimientos. Eran pequeños y estaban ataviados de hombres con su capa y su maxtlatl, o mujeres que lucían enaguas y huipiles, a la manera de las divinidades, ya que los muñecos representaban dioses. Cuando terminaban de hacer su acto, con suma habilidad, el titiritero los volvía a meter a su morral. Se le conocía con el nombre de El que hace Saltar a los Dioses.
El Disfrazado era un hombre que solía ponerse los atavíos de algún dios, y salía a las calles vestido de tal guisa. Lo acompaña un muchacho que lo iba guiando. Caminaba con orgullo por las calles, y las personas le obsequiaban comida, bebida y ropa. Lo respetaban mucho, y los enfermos que llegaban a verlo, podían sanar por este solo hecho.
Finalmente, mencionemos a El que Hace Vivir la Serpiente. Este hombre acudía a la casa de quien lo solicitaba porque había sido víctima de robo. Al entrar en la casa pedía a los que en ella habitaban que se tendiesen en el suelo. Entonces, destapaba una cazuela de donde salía una víbora enhiesta; miraba para todos lados, observaba a los acostados, y luego de haber efectuado su revisión, la serpiente optaba por subirse al cuerpo de una de las personas a la que consideraba el ladrón. El elegido confesaba ser el culpable y devolvía lo robado.
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