El Premio Pritzker es el más importante en el mundo de la arquitectura, un reconocimiento que se brinda al talento pero también a la vocación de servicio. Auspiciado por la familia homónima y la Fundación Hyatt, el Pritzker cuenta entre su nómina de galardonados a arquitectos imprescindibles en la historia de la especialidad.
Entre los primeros que recibieron el Pritzker —en 1980, apenas el segundo año en que se otorgó— está Luis Barragán, hasta ahora el único arquitecto mexicano en haberlo recibido. En aquella ocasión, Jay Pritzker elogió la obra de Barragán calificándola de "un acto sublime de imaginación poética".
Además de sus obras mismas —de las emblemáticas Torres de Satélite a su casa-estudio en Tacubaya o Jardines del Bosque en Guadalajara—, una de las formas más efectivas para conocer el sello distintivo de Barragán, ese estilo que lo vuelve inconfundible, es el discurso que pronunció en la ceremonia de entrega del Pritzker. Como si se recurriera a uno de los motivos poéticos por excelencia, la ars poetica, el arquitecto realizó en su discurso una suma de los valores que más apreciaba como vehículos de expresión dentro de la arquitectura. Desde el inicio Barragán dice:
En proporción alarmante han desaparecido en las publicaciones dedicadas a la arquitectura las palabras belleza, inspiración, embrujo, magia, sortilegio, encantamiento y también otras como serenidad, silencio, intimidad y asombro. Todas ellas han encontrado amorosa acogida en mi alma, y si estoy lejos de pretender haberles hecho plena justicia en mi obra, no por eso han dejado de ser mi faro.
¿Qué hace Barragán como acto inaugural de su manifiesto personal? ¿No podría considerarse una especie de salutación o plegaria como la que en la antigüedad se ofrecía a dioses mayores y menores para solicitar su favor? Hubo una época en que la belleza, el asombro o la inspiración eran deidades, potencias que ejercían su presencia sobre el mundo, que incluso podían tomar a una persona para actuar a través de su voluntad. Una perspectiva que no es del todo ajena a la de Barragán, para quien "sin el afán de dios, nuestro planeta sería un yermo de fealdad".
Más adelante en su discurso, el arquitecto desgrana cada uno de estos elementos, lo glosa en relación con su propia obra, en cierta forma agradece la influencia de cada uno en su labor. Habla de la posibilidad del silencio en sus construcciones, de la importancia de la alegría como culmen de un edificio, de la serenidad ("verdadero antídoto contra la angustia y el temor") como una búsqueda imprescindible de la arquitectura.
En buena medida Barragán reivindica cierto ideal romántico entre la estética y la utilidad del espacio. Por su talento y su experiencia, y también gracias a su sensibilidad, Barragán puede señalar claramente ese élan vital que anima toda obra de arte auténtica:
La nostalgia. Es conciencia del pasado, pero elevada a potencia poética, y como para el artista su personal pasado es la fuente de donde manan sus posibilidades creadoras, la nostalgia es el camino para que ese pasado rinda los frutos de que esta preñado. El arquitecto no debe, pues, desoír el mandato de las revelaciones nostálgicas, porque solo con ellas es verdaderamente capaz de llenar con belleza el vacío que le queda a toda obra arquitectónica una vez que ha atendido las exigencias utilitarias del programa. De lo contrario la arquitectura no puede aspirar a seguirse contando entre las bellas artes.
Después de todo, si el arte es en esencia un acto de comunión, ¿qué ofrecimiento más sincero y emotivo que aquel de un artista que deposita lo que es en lo que hace? Y Luis Barragán es un ejemplo notable de esa manera de ejercer el talento estético.
El discurso completo puede consultarse, en inglés, en este enlace. En español, el sitio del diario El Universal ofrece una versión en línea de la traducción publicada en el libro Luis Barragán de Yutaka Saito (Noriega editores, México: 1992).