Es poco frecuente que en nuestro tiempo se aplique la sabia costumbre de tomar de lo bueno poco. Todo tiende a popularizarse, viralizarse y se abusa del consumo con unas ansias que simplemente no pueden ser frenadas.
Nada se salva: los paisajes se sobrepoblan y se llenan de turismo; las tradiciones artesanales son demandadas en masa y se transforman en baratijas industrializadas; los sabores regionales son sustituidos por versiones de fácil manufactura, transgénicas y poco sustentables.
Y el mezcal artesanal, una bebida absolutamente vital para nuestra cultura; plenamente simbólica y con una historia larga y profunda, podría ser la próxima víctima de este triste fenómeno contemporáneo.
En los últimos años, el sustancial licor hecho de agave y originario de solo algunas regiones de México —destacando Oaxaca— se ha popularizado muchísimo y las masas a nivel internacional lo demandan. Pero el mezcal no es cualquier cosa; no se puede simplemente fabricar en enormes cantidades en una fábrica y venderlo por todos lados.
El mezcal es el espíritu de una tierra
Como explica acertadamente Jude Webber —en una breve pero conmovedora cápsula documental del Financial Times—, el mezcal es mucho, mucho más que una bebida: es el espíritu de una tierra, la sangre que corre por sus rincones.
Para el pueblo oaxaqueño, por ejemplo, el mezcal es un líquido esencial, asociado por algunas culturas con prácticas rituales, medicinales y celebratorias; también ingrediente básico de las cocinas caseras y punto de encuentro entre familiares, vecinos y amigos. Solo en este estado hay más de 2,000 destilerías manejadas por familias locales. Muchas de ellas aún lo producen de la forma más tradicional, imitando las técnicas que se han transmitido por muchísimas generaciones.
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En más de un sentido, el mezcal es una forma de vida. Adentrarse en su proceso es mirar de cerca la intimidad de quienes lo producen. Cada detalle implica paciencia y fortaleza: desde cultivar los agaves, seleccionarlos, cortarlos, hornear, extraer el líquido, destilarlo, almacenarlo. Detrás de una botella de mezcal hay tiempo y energía invertidos por sujetos, plantas, tierras, Sol y Luna, máquinas, machetes, agua, animales.
Como explica Lalo Ángeles, mezcalero, hay que ser perseverantes con esta bebida. El mezcal, nos relata, "es una expresión de una persona"; refiriéndose a que en el sabor se puede dilucidar su proceso. Hay quienes son pacientes y fabrican mezcal como lo hacían sus antepasados: con las manos. Otros serán lo contrario: venderán lo que sea a quien guste tomárselo. "El mezcal es un premio al final de todo el trabajo; lo que valoramos; lo que vamos a morir haciendo."
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Pero el destino del mezcal podría ser terrible
Son pocos los que valoran estos procesos, estas inversiones subjetivas, este sacrificio de la tierra y los cuerpos. El mezcal es delicioso; cualquiera podría reconocerlo como una bebida refinada e irremplazable. Pero, como señala Silvia Philion Muñoz a Jude Webber, su consumo ha crecido 400% en los últimos años. Los lentos y delicados procesos tradicionales del mezcal no podrán sostener esta demanda.
Pronto, muchos prescindirán de su lado espiritual, sagrado, expresivo, identitario, en busca de un mezcal accesible y siempre presente. ¿Qué pasará entonces con los mezcaleros y mezcaleras artesanales? ¿Cómo sostendrán la existencia de esta maravilla? Y ¿cómo se sostendrán a sí mismos? Esto es lo que han hecho por cientos de años.
Habrá que aprender a ser pacientes. Recordar que de lo bueno poco. Valorar el enorme trabajo que cada gota de este elixir implica y defender, junto a los productores, la existencia del mezcal artesanal, familiar y mexicano.
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